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sábado, 20 de julio de 2013

Homilía P. Carlos Padilla Esteban - Se le acercó, le vendó las heridas, lo llevó a una posada y lo cuidó - Dom XV TO



Domingo XV Tiempo Ordinario
Deut 30, 10-14; Col 1, 15-20; Lc 10, 25-37

«Se le acercó, le vendó las heridas, lo llevó a una posada y lo cuidó»


14 Julio 2013 - P. Carlos Padilla Esteban


«¿Quién es nuestro prójimo? ¿A quién amamos con todo el alma?
¿Ante quién nos detenemos a practicar la misericordia?»

Las cosas suceden o nosotros hacemos que ocurran y ahí quedan, para siempre, grabadas en el alma. Sí, grabadas en el libro de la vida, sin que puedan ser borradas. En un rincón del alma desde el cual reclaman nuestra atención. Como un recuerdo permanente que nos habla del pasado y del futuro. Un recuer-do que se hace presente al ser recordado y a veces nos duele o nos emociona. Olemos los mismos olores, sentimos lo mismo hasta casi llorar, volvemos a percibir la realidad de aquel momento, esa realidad que nunca ha dejado de
existir en la memoria. Y se hace real lo que leía hace poco: «Sólo en los libros se puede cambiar de vida. Se puede tachar una palabra entera. Hacer desaparecer el peso de las cosas. Borrar las bajezas y al final de una frase encontrarse de pronto en el fin del mundo»1. En los libros la vida se reescribe, las decisiones equivocadas se borran, las heridas dolorosas desaparecen, como con un tachón, como si nunca hubieran existido. «A los niños les reconforta pensar que existe un mundo mágico que mejora y embellece el que vivimos día a día. Es una forma de amortiguar la cruda realidad, los lími-tes frustrantes de nuestras prosaicas existencias. Necesitamos soñar que en un universo paralelo la vida es todo lo que intuimos que podría ser». A nosotros a veces nos gusta
soñar así, con algo distinto, pleno, verdadero, sin sombras. Sabemos que en un libro, sobre una hoja de papel aún virgen, podemos dejar caer sucesos que desa-parecen sin dejar rastro cuando deseamos que desaparezcan. Sobre el papel de un libro decidimos nuestra vida, porque es cierto que todos queremos decidir nuestra vida y no ser arrastrados por ella sin decidir: «Me gustaría tener la suerte de decidir mi vida, creo que es el mejor regalo que se nos puede hacer»2. Sobre un papel, todo parece más sencillo. Nace y desaparece, sin dejar huella. Pero luego, cuando se trata de nuestra propia vida, esa vida que deletreamos torpemente, las letras quedan grabadas para siempre, las decisiones importan y los errores o las decisio-nes equivocadas tienen mucho peso, o mejor dicho, el peso que decidamos darle. Aunque muchas veces ese peso es excesivo y nos lleva a arrastrarnos por la vida. No podemos borrar de golpe lo que no nos gusta, lo que duele. Todo permanece grabado en una extraña memoria que todo lo conserva. Y a veces nos duele el alma. Duele tal vez demasiado. A veces las olvidamos por un corto tiempo. Pero siempre vuelve el recuerdo. Aunque pensemos que en nada nos afecta nuestro pasado somos hijos de nuestra historia. Llevamos las heridas de guerra marcadas en el alma. A sangre y fuego para siempre.

Sí, todo importa. Luego, el paso del tiempo, puede suavizar el dolor, tranqui-

1 Grégoire Delacourt, "La lista de mis sueños", 33
2 Grégoire Delacourt, "La lista de mis sueños", 40
lizar las lágrimas, tapar la pena, suavizar la caída. Sí, los años tienen su fuerza, un gran poder. Pero el pasado sigue ahí, hiriendo, doliendo, existiendo. Nunca pa-sa del todo lo que nos sucede.  Es la magia de la vida que nos marca para siem-pre. Permanece para que no olvidemos que  fuimos niños, que aprendimos de la vida y que la vida sigue enseñándonos. No queremos  perder la inocencia de los niños, no queremos dejar de soñar con una vida más plena. Hay injusticias a nuestro alrededor. Muchas almas atormentadas que sufren, hombres heridos al
borde del camino. Nosotros vamos heridos y encontramos a otros heridos. Cristo herido se detiene a levantarnos y llevarnos sobre sus hombros. Él se detiene, no-sotros no siempre. Cuando pensamos sólo en nuestra herida, dejamos de ver a los demás sufriendo. Nuestra herida es importante, el peso de nuestra historia, el dolor por lo que ya no podemos cambiar y nos atormenta a veces. Pero la vida sigue. Siguen quedando hojas blancas que escribir, nuevas oportunidades para volver a nacer. Cuando lloramos nuestro dolor las lágrimas nos nublan la vista. No vemos más allá de nuestros dedos. No percibimos otros llantos, sólo el propio. No nos interesan otras lágrimas más que las nuestras. Nuestro pasado tiene tanta fuerza que engulle sin piedad miles de páginas en blanco. Las llenamos de tinta que las lágrimas convierten en manchas ininteligibles. Así no avanzamos. Esta-mos hechos tan bien por Dios que sólo cuando dejamos de mirar hacia dentro, y estamos atentos a lo que ocurre fuera, nuestra vida empieza a tener un sentido. Sólo cuando damos más de lo que recibimos y no nos entristecemos por ello, sino que lo vivimos con alegría, comprendemos la belleza del amor que es semilla que se entierra. Tenemos muchas hojas en blanco ante nuestros ojos. No podemos dejar de soñar. Todo lo que nos rodea es mágico, es importante, cuenta y vale. Nuestra mirada puede cambiarlo todo.

En este mundo limitado y caduco surge en el alma la pregunta por el más Allá, por la vida o el vacío que nos espera con la muerte. Para muchos ya no es una pregunta, porque se puede acallar esa inquietud en el alma. Para otros, sin embargo, siempre de nuevo, surge la pregunta sobre cómo alcanzar la vida eterna
Hoy escuchamos cómo aquel maestro de la ley, que conocía la ley, se dirige a Jesús buscando respuestas, y tratando de ponerlo a prueba: «En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: - Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». Sí, en el fondo del alma quere-
mos vivir para siempre y heredar la vida eterna. Amar siempre, ser amados siem-pre. Que la vida que amamos no acabe nunca. Vivir el cielo en la tierra, tocar a Dios a quien no vemos, ver a Dios para siempre en el cielo. Amar, sí, siempre más, sin límites. Y, sobre todo, descansar en alguien, en Dios, en un hombro que nos sostenga, en una palabra que nos devuelva la esperanza. Pero descansar para siempre, sin prisas. Una persona le decía al Señor: «Sed de Dios, deseo de amar, fuego interior. Tu amor infinito calma el ansia de mi alma. Quiero darlo todo sin reservas». Es el deseo del corazón que quiere amar hasta el extremo y vivir eternamente. Pero muchas veces no vivimos de acuerdo a esta pregunta. No la
formulamos, o si la formulamos, no buscamos respuestas. Simplemente nos dejamos llevar por la vida cómoda, por lo fácil. Una vida sencilla que se acaba pero que no exige. Se nos olvida pensar en la eternidad cuando lo próximo, el presente, nos ocupa todo el tiempo. Es lo inmediato lo que nos entristece o alegra. Así es la vida. La eternidad nos acaba pareciendo aburrida. Un espacio sin tiempo, demasiado ajeno a nuestro entender. Dejamos de ver la belleza que tiene y que nos recuerda el Papa Francisco: «La eternidad será esto: alabar a Dios. Pero no será aburrido, será bellísimo». Se trata de aquella belleza que es para siempre, sin du-das, auténtica, sin miedo a la pérdida, a la caída, sin desconfianza. Es la belleza
eterna que buscamos en la tierra, en el barro tantas veces, con nuestras manos
heridas. Hoy nos volvemos a hacer esa pregunta: ¿Qué estamos haciendo para heredar la vida eterna? ¿Se trata de hacer muchas cosas? Tal vez nos basta con ser, con pertenecerle a Dios. Se trata de mirar en lo profundo del hombre buscando el rostro de Dios.

Nos gusta pensar en un camino concreto lleno de normas, por donde podamos caminar tranquilos y seguros. Buscamos, como el maestro de la ley, respuestas fáciles de llevar a cabo. Pero Jesús no contesta de esa forma sino que apela al propio conocimiento de quien pregunta: «Él le dijo: ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella? Él contestó: - Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser». Y en la ley eso es lo que aparece. Porque la ley, esa ley que Dios ha escrito en el corazón del hombre, esa ley que recordamos siempre de nuevo para no olvidarnos, dice lo más importante: «Moisés habló al pueblo, diciendo: - Escucha la voz del Señor, tu Dios, guardando sus
preceptos y mandatos, lo que está escrito en el código de esta ley; conviértete al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma. No está en el cielo, no vale decir: - ¿Quién subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará para que lo cumplamos?; ni está más allá del mar, no vale decir: - ¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos? El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo». Deut 30, 10-14. El mandamiento de Dios está en el corazón. Se trata de amarle con toda el alma, con todo nuestro ser. Que Él sea nuestro único Dios y no caigamos en los falsos ídolos que nos encandilan. Que por Él nos dejemos llevar por la vida, sin querer buscar siempre la realización de nuestros
deseos. Pero no es tan fácil como nos recuerda el P. Kentenich: «Una vida de conformación en Dios significa no buscar nada sino a Dios, una santa indiferencia ante la alegría y el sufrimiento. Esto requiere gran reciedumbre y seriedad desde temprano en la mañana hasta tarde en la noche»3. Y no solemos actuar así, con reciedumbre, con seriedad, y todo el día. No vivimos la santa indiferencia ante lo que sucede. Que-remos que todo nos salga bien. Deseamos los halagos y no las críticas. Y se nos olvida lo que nos recuerda Tomás de Kempis: «No eres más porque te alaben, ni menos porque te critiquen, lo que eres delante de Dios, eso eres y nada más». Somos lo
que somos ante Dios, a quien pertenecemos. Con toda el alma, con todo nuestro ser, con el corazón entregado a Él de forma indivisa. Es el mandamiento que surge en el corazón y permanece para siempre. La semilla de eternidad sembrada por las manos de Dios.

Pero no basta con amar a Dios con toda el alma, con todo nuestro ser. ¿No basta? No, no basta, el mandato continúa: «Y al prójimo como a ti mismo. Él le dijo: - Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida». Y surgen dos preguntas. La primera es la medida del amor. Amar como a uno mismo. Con la misma fuerza con la que debe-

3 J. Kentenich, "Hacia la cima", 106
ríamos ser capaces de amarnos. Y no siempre nos amamos bien. Nos amamos egoístamente, enfermizamente en ocasiones. No nos tratamos bien y no acepta-mos nuestra vida como es. La medida del amor es el amor que nos tenemos. A     veces es poco ese amor. Tenemos que aprender a querernos bien, respetando nuestros tiempos, aceptando nuestros errores, el pasado, las caídas. Amarnos bien para crecer y ser mejores. Cuando nos amamos sanamente, cuando nos cuidamos, cuando consagramos nuestra vida a algo grande respetando los de-seos del corazón. Cuando tomamos en serio las insinuaciones del alma. Así nos amamos bien, con una sana medida. Y así entonces tendremos la medida para amar al prójimo. Aunque entonces surge la pregunta: «Pero el maestro de la Ley, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: - ¿Y quién es mi prójimo?». El prójimo es el próximo, el que está cerca de nuestro corazón. El prójimo, para el pueblo judío, era el mismo pueblo judío, el pueblo escogido por Dios. Los extranjeros no entra-
ban en la categoría de prójimo. Con ellos, entonces, no era necesario practicar la
misericordia y amarlos con todo el corazón. Por eso la parábola que luego le cuen-ta pone en entredicho esta forma de entender hasta dónde abarca la palabra pró-jimo. ¿Dónde se cierra el círculo? ¿A partir de qué personas ya no es necesario amar tanto y siempre?

En este marco del amor es en el que tenemos que movernos para alcanzar la vida eterna. Sin la referencia al amor no tienen sentido nuestros actos. Sólo así entonces, en este mundo mágico, es tan importante aprender a tomar decisiones sabias en los momentos importantes siempre desde el amor. Actuar o no actuar, detenernos o pasar de largo ante la necesidad que nos interpela, es una prueba de amor. Pecar en nuestra omisión o pecar en nuestra acción turbia e hiriente, nos hablan del amor o de la indiferencia del corazón. Siempre podemos hacerlo todo mejor de como lo hacemos. Pero es cierto que también peor, ¡qué duda cabe! No por eso dejamos de actuar. Aunque corramos el riesgo de equivocarnos y no amar bien. Para ello es necesaria la primera premisa, que nuestro corazón descanse en
el Señor, para actuar con prudencia y seguir sus más leves deseos. Estar cerca de Dios nos acerca a Él. Aprendemos a amar en su corazón. Así lo expresa una per-sona en su oración: «Mi corazón se engrandece, hasta lograr esperar y acoger a los demás con alegría, mi alma se hace más libre y anhela amar como Dios ama, con libertad, sin ataduras ni exigencias. Disfruto de todo sin esperar nada. Disfruto hasta del cansancio, de la lucha diaria, de mis tristezas, de la espera, de añorar mis afectos, de renunciar a mis deseos. Todo es un regalo. Soy feliz cuando amo libremente, muriendo
un poco cada día a lo que mi instinto quiere, dejando de lado mis deseos y necesidades,
haciendo feliz a otros sin esperar nada. Experimentando ese amor desinteresado, nos acercamos más a Ti, Señor, y recorremos el camino hacia el verdadero amor». Cuando amamos libremente, con toda el alma, como Dios nos ama, todo cambia. Su amor ensancha el corazón y nos hace capaces para un amor que no es el nuestro. Él hace que tengamos sus sentimientos y nos asemeja a Él en lo más profundo. Sólo así nos detenemos a dar amor al que más necesita.

La indiferencia ante el dolor ajeno es una enfermedad que nos vuelve insen-sibles. Jesús quiere que entendamos bien cómo hay que amar. Quiere que com-prendamos quién es nuestro prójimo. Por eso nos cuenta esta historia: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo». Un hombre agredido injustamente y abandonado a la suerte al borde del camino. Varios hombres que van por el mismo camino muestran su indiferencia. Un sacerdote y un levita per-
sonifican la falta de misericordia. Ven a un hombre necesitado y siguen su camino. No sabemos las razones que les llevan a actuar así. Desconocemos sus senti-mientos más hondos. Tal vez tendrían razones para actuar así en su conciencia. Tal vez no vieron al hombre herido. Nunca lo sabremos. Sólo observamos el
hecho frío y sin excusas. Pasan de largo. No son misericordiosos. También nosotros corremos el peligro de dar un rodeo para evitar al que nos incomoda, para huir de lo que parece que nos va a quitar la paz de nuestra vida. Huimos del problemático, del exigente, del que nos quita el tiempo y la vida, no lo vemos. Los problemas que desbaratan la agenda. Los contratiempos que hacen inviable cumplir nuestro plan. Sí, tenemos miedo de aquel que sufre y nos acaba exigiendo el consuelo. Seguramente encontramos excusas en nuestro corazón para actuar de esa manera. A lo mejor nuestra conciencia está tranquila y en paz pensando que es lo mejor que podíamos hacer. Pero lo cierto es que nuestra indiferencia, nuestro desapego, nuestra falta de amor, pueden enclaustrarnos en nuestro egoísmo justificado en el corazón. Decía el Papa Francisco al rezar por los inmigrantes muertos en el mar al intentar llegar a Italia en patera: «La globalización de la indiferencia nos ha quitado la capacidad de llorar». Es como si hubiéramos perdido la capacidad de ver el dolor ajeno. Ya no lloramos ante las víctimas por atentados, ante las injusticias narradas con un tono de objetividad en las noticias. No nos conmovemos porque nos pare-ce que es un mal lejano, ajeno a nuestra vida. No nos detenemos ante tanto dolor, porque la vida nos ha dejando insen-sibles. Miramos desde nuestra pequeña burbuja en la cual sufrimos y existimos. Allí donde nos afanamos por ser felices, eternamente felices y, en la medida de lo posible, perfectos. Nos da miedo que el dolor de los otros se acerque demasiado, nos toque, se convierta en el dolor de un prójimo demasiado próximo. Casi como si su suerte nos pareciera peligrosa o contagiosa. Nos gusta acercarnos a los que les va bien, a los triunfadores, tal vez algo de su suerte se nos pueda pegar, algo de su influencia o su poder, que siempre tiene su peso. Pero acercarnos al que sufre, al que nada tiene, al próximo que está cerca tirado en la cuneta de nuestro camino y pide ayuda, nos incomoda. Nos da miedo tener que invertir nuestro tiempo en él, en su necesidad peligrosa. Estamos bien como estamos, sin que nadie nos moleste, con el móvil desconectado, escondidos y nos sentimos seguros en nuestra comodidad. El mal del prójimo nos parece amenazante. Nos pone en peligro. Desestabiliza nuestra vida.

Muchas veces la misericordia surge del aquel que menos esperábamos. En esta ocasión es un samaritano. Los samaritanos eran extranjeros para los judíos. Jesús pone como ejemplo a aquel de quien los que lo escuchan menos aprecian. Es cercano por su proximidad geográfica pero es un extranjero en el corazón. Los samaritanos eran despreciados y no era esperable de ellos un comportamiento misericordioso. Ellos mismos no entraban en la categoría de prójimos para el pueblo judío: «Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos dena-rios y, dándoselos al posadero, le dijo: - Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta». Es interesante analizar el proceso que se da en el corazón del Samaritano. Lo primero es que lo vio. Lo miró. Y no lo miró desde lejos, sino des-de el lugar donde estaba él, desde su punto de vista. Se acercó a él y eso lo cambió todo. Los otros dos no lo vieron, por eso pasaron de largo; y ni siquiera, seguramente se sintieron mal, ni culpables. Estaban lejos, en su lugar, no tenía nada que ver con ellos. Sólo se vieron a sí mismos, su vida, lo que tenían que hacer ese día, su plan. El milagro empieza cuando comenzamos a mirar al otro, y lo miramos desde el lugar en el que el otro se encuentra. Nos ponemos en su lugar, saliendo del nuestro. Así hace Dios con nosotros, se acerca y nos mira caídos al borde del camino. Sólo así podemos conmovernos con la lástima, sentir el dolor del otro como propio. El samaritano miró al herido. Miró su abandono, su dolor, vio sus heridas, y las vio de cerca, desde el lugar en que estaba herido, desde su corazón. Por eso se sintió tocado y sintió lástima. La compasión es la raíz de su actuación. Sentir lástima del dolor ajeno es esencial para movernos. Muchas veces hemos perdido esa capacidad de conmovernos. Pasamos por la vida sin prestar atención. No hay compasión, no hay lástima. Nos fijamos en las personas después de catalogarlas. Las encerramos en nuestros esquemas fijos y
rígidos y luego seguimos de largo. Pero, para conmovernos, necesitamos ser más libres de prejuicios y ataduras. La conmoción en el alma del samaritano desató un proceso de misericordia. Es necesario sentir lástima para actuar. Jesús sintió lástima al ver a Lázaro muerto y actuó. Se conmovió ante la madre que acompa-ñaba a su hijo muerto y le devolvió la vida. La lástima. Sin lástima no hay miseri-cordia. A veces no nos gusta dar lástima a otros. No queremos que tengan compa-sión de nuestra vida. Nos privamos entonces de la misericordia. No dejamos que otros sean misericordiosos con nosotros amparándonos en un falso pudor. Es el orgullo. El hombre caído al borde del camino no podía evitar dar lástima, no era consciente. Es como si al dar lástima a los hombres nos sintiéramos humillados. Queremos parecer autónomos, fuertes, independientes. Dar lástima parece algo triste y pobre. Demasiado poco interesante. Sentir lástima y dar lástima. Las caras de una misma moneda. Las dos caras del amor de Dios. Cristo sintió lástima y su cuerpo flagelado y herido despertó lástima en los que lo seguían hasta el Calvario. Unas mujeres lloraban y otra, llamada Verónica, se acercó con un paño para secar su rostro. Lástima. Jesús sintió lástima de los hombres perdidos como ovejas sin pastor. Pero a nosotros, hombres modernos, no nos gusta dar lástima. Y nos olvi-damos que, al dar lástima, permitimos que otros se acerquen y ejerzan su miseri-cordia. Al dar lástima dejamos que Dios se acerque a nuestra indigencia y sea misericordioso con nuestra herida. Pero nosotros lo consideramos un sentimiento humillante. Falta humildad para acoger la misericordia. Cuando sufrimos la enfer-medad y dejamos de tener éxito en lo que hacemos, damos lástima. Sí, parece humillante. Sin embargo, es lo que nos salva. Si el hombre herido al borde del camino no hubiera despertado lástima en el samaritano, habría muerto.

El samaritano no sólo siente lástima sino que actúa en consecuencia. Sabe que puede actuar. Por eso ejerce la misericordia. Sale de sí mismo. Deja de lado su agenda, sus planes, su comodidad. Sentir lástima no basta, es necesario ponerse en camino, actuar, acercarse. Tenemos que acercarnos al que sufre para poder ser misericordiosos. Sin ese movimiento de aproximación no sería posible amar. Ese movimiento exige salir, vencer la pasividad y acercarse al que sufre. La cercanía siempre es peligrosa, nos involucra demasiado. Jesús pasó haciendo el bien. Se conmovió y luego dejó su sitio, su comodidad, se puso en camino, se acercó. Empezó a actuar. Porque el tiempo siempre vale oro. Y su vida se convir-tió en algo sencillo. Hizo fácil lo difícil. Como leía el otro día: «Compartir la vida, así de sencillo. Acompañar y desde allí descubrir y enseñar a descubrir la mano serena del Dios siempre presente, en la alegría y en la tristeza, en el gozo y la desolación: bodas en Caná y angustia en Naím, remanso en Betania y leprosos no evitados, comidas con fariseos y encuentros con publicanos, disponible para los judíos y para los paganos, cercano a Pedro, cercano a Judas»4. Así debería ser nuestra vida. Un continuo «éxodo». Salir de las cadenas de nuestra vida burguesa para acercarnos al que
necesita nuestra misericordia. Así actuó Jesús en tantos momentos en que la lástima lo condujo a la acción. Un amor que se entrega y se da. Un abajarse para socorrer. Su vida fue solidaria. La nuestra está a menudo muy acomodada. Cualquier cosa que nos saca de nuestros planes nos desestabiliza. Nos sentimos abrumados por las prisas. No nos quedan fuerzas para amar al próximo, al que está cerca, en el camino, rendido, tendido, muerto.

El amor del samaritano es un amor sin medida. No sólo ayuda sino que no tiene medida en su entrega. Se da por entero. Se rompe totalmente por aquel a quien no conoce ni ama. Se detiene ante el prójimo, porque es el que está más cercano a su vida en ese momento. Es Cristo. No espera reconocimiento, ni pago por el bien hecho. A veces nosotros esperamos reconocimiento, admiración, alabanzas, cuando somos generosos. Al menos esperamos que alguien lo vea y lo cuente. En otras ocasiones esperamos que nos den en la misma proporción a cuánto hemos entregado. Damos entonces para recibir, porque nos parecería
injusto dar siempre nosotros y no recibir nada a cambio. Nos rompemos para que se rompan otros por nosotros, de la misma manera. Y cuando no ocurre, cuando no recibimos nada como pago, como correspondencia, nos sentimos decepciona-dos por esta vida tan injusta. El llamado buen samaritano no actúa para que le correspondan. Se detiene, cura las heridas personalmente, se involucra, se man-cha, lleva a una posada al hombre herido, perdiendo su tiempo, da dinero al que lo va a cuidar y se compromete a pagar lo que falte. Todo desproporcionado porque no conocía al hombre herido, ni lo amaba y nadie se lo había pedido. Nosotros muchas veces nos damos con cuentagotas. Damos un poco de nosotros. Pero no nos rompemos. Al pensar en el amor del samaritano, pienso en el amor del que escribió estas palabras en oración: «No te pido el reposo ni la tranquilidad; ni del alma
ni del cuerpo: no te pido la riqueza, ni el éxito, ni siquiera la salud; tantos te piden esto, mi Dios. Dame, Señor, lo que os resta. Dame aquello que todos los demás rechazan. Quiero la inseguridad y la inquietud. Quiero la fatiga y la tormenta. No siempre tendré el coraje de volver a pedirla. Dame aquello que los demás no quieren. Pero dame, también, el coraje, la fuerza y la fe». Tantas veces damos sólo para recibir y esperamos tanto de la vida que en seguida nos sentimos insatisfechos. El amor más grande, ese amor sin medida al que aspiramos, le pide a Dios lo que nadie le pide y sólo desea

4 Alberto Reyes Pías, “Historia de una resistencia”
caminar junto a Aquel al que ama con locura.

El prójimo se convierte entonces en aquel que necesita nuestra proximidad, nuestra ayuda cercana, nuestro auxilio y socorro: «¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos? Él contestó: - El que practicó la misericordia con él. Jesús le dijo: - Anda, haz tú lo mismo.» Lc 10, 25-37. El prójimo se convierte en el más próximo que necesita nuestra misericordia. Es el más cercano a nuestra vida. ¿Quién es nuestro prójimo? ¿A quién amamos con todo el alma? ¿Ante quién nos detenemos a practicar la misericordia? Ese prójimo, el que nos incomoda en ocasiones, es nuestro camino a Cristo. En Él percibimos las llagas de Cristo. Decía el Papa Francisco: «El camino hacia el encuentro con Jesús-Dios, son las llagas. No hay otro. Y las heridas de Jesús, las encuentras haciendo las obras de misericordia, dándole al cuerpo, y también al alma, de tu hermano llagado, porque tiene hambre, tiene sed, está desnudo, está humillado, es un esclavo, porque está en la cárcel, en el hospital. Ésas son las llagas de Jesús hoy. Y Jesús nos invita tener un acto de fe, en Él, pero a través de estas llagas». Cuando salimos de nosotros mismos nos acercamos a Dios. Lo hacemos en el hombre que suplica amor y ayuda. Como dice la Madre Teresa: «Tocar el cuerpo y la sangre
de Cristo vivo en los más pobres, nos alienta a seguir saciando su sed de almas. Externamente ves sólo el pobre, pero es Jesús. Es el misterio del amor. Pero debemos arrodillarnos porque es Él. Es a Él a quien recibimos, a quien servimos». En ese pobre, en ese enfermo, en ese hombre al que muchos desprecian, se esconde el rostro de Cristo. Queremos aprender a encontrarnos con Dios practicando su misericordia. Sólo así, tocando sus heridas, veremos su rostro herido.

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