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domingo, 26 de mayo de 2013

Homilia P. Carlos Padilla Esteban - Señor, dueño nuestro,!qué admirable es tu nombre en toda la tierra! - Domingo de la Santísima Trinidad


Domingo de la Trinidad
                                         Prov. 8, 22-31; Rom 5, 1-5; Jn 16, 12-15

«Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!»
 
26 Mayo 2013 -  P. Carlos Padilla Esteban

«¿Estamos apasionados por Cristo? ¿El Espíritu Santo ha encendido el fuego del amor?»

La acedia puede a veces llenar el alma del cristiano de tristeza y hacer que deje de aspirar a lo más alto. Esta palabra define el estado de dejadez en el que puede caer aquel que ama al Señor y lo busca con intensidad pero, en algún momento de su vida, se distrae y se aleja del fuego de Dios. Decía Guigues el Cartujo: «Cuando estás solo en tu celda, a menudo eres atrapado por una suerte de inercia, de flojedad de espíritu, de fastidio del corazón, y entonces sientes en ti un disgusto pesado: llevas la carga de ti mismo». Y decía Santo Tomás de Aquino:«Es una flaccidez que los empuja a abandonar toda actividad de la vida espiritual, a causa de la dificultad de esta vida». Hay muchas personas que hoy se dejan llevar por este estado de ánimo, estén adentradas o no en la vida espiritual. En ese estado es muy difícil crecer y aspirar a lo más alto, porque hasta las cosas más cotidianas, los mínimos de nuestra vida espiritual, se tornan difíciles y duros. Experimentamos la sequedad en el alma y cuesta mucho caminar en la vida con un corazón alegre. Por el contrario, cuando estamos llenos del Espíritu Santo, aspiramos a ser magnánimos, nos desafían las altas cumbres, perdemos el miedo a arriesgarlo todo y no dudamos. Sabemos que sin esfuerzo no hay logros y sin sacrificio no hay victoria. Comprendemos que las cosas no vienen solas, los milagros no ocurren si el corazón no está abierto a Dios, para dejarse habitar por su amor. Por eso el desafío es pedirle a Dios que nos regale un alma grande y limpia, un alma noble que busque siempre su voluntad. Decía el Papa Francisco: «El cristiano es magnánimo, no puede ser pusilánime: es magnánimo. Es propio de la magnanimidad la virtud del respirar, es la virtud de ir siempre adelante pero con el espíritu lleno del Espíritu Santo. Es una gracia que debemos pedir al Señor. La alegría. En estos días de modo especial, porque la Iglesia nos invita a pedir la alegría y también el deseo. Lo que lleva adelante la vida del cristiano es el deseo. Cuanto más grande es tu deseo, más grande será la alegría. El cristiano es un hombre de deseo: desead siempre más en el camino de la vida». Queremos tener un alma grande que no se conforme, que pida más, que busque y desee. Un alma inquieta que anhele la eternidad, que busque en las noches, que se levante de las caídas mirando al cielo. Un alma enamorada, porque la pasión es una gracia que Dios concede a los que se abren a la vida, con fe, con confianza. Un alma generosa que no viva de los mínimos, midiendo el amor que entrega, escatimando. ¿Estamos apasionados por Cristo? ¿El Espíritu Santo ha encendido el fuego del amor en el corazón? Nos apasionamos por muchas cosas en la vida. Por los deportes, por la política, por las personas a las que amamos. Dios sembró en el alma del hombre la capacidad para apasionarse por la vida y por eso nos cuesta tanto perder aquello que amamos. Sin embargo, cuando perdemos la pasión y nos dejamos llevar por la acedia, vivimos la vida como un deambular rutinario sin rumbo, sin esperanza. Por el contrario, cuando
nos dejamos tocar por el amor de Dios, cuando el fuego de su presencia nos
enciende, crece el deseo y volamos a las cumbres más altas.

En este domingo contemplamos con sencillez y humildad el misterio de la Santísima Trinidad. A veces caemos en la tentación de querer explicar el miste-rio, queriendo descubrir el velo, tratando de mostrar el sentido más profundo de la verdad que define el cristianismo. Pretendemos ser buenos docentes, explicando lo inexplicable, adentrándonos en las sombras del misterio. Nos falta tal vez la humildad para arrodillarnos simplemente ante el misterio y adorar a Dios en silen-cio. Nos falta la sencillez para comprender que Dios es amor y que la historia de Dios con el hombre comienza por ese amor infinito que se desborda sobre nuestra pequeñez. El misterio más grande que no acabamos de comprender es el misterio del amor de Dios. Un amor incondicional, que se dona, que se postra ante noso-tros, que se abaja y se hace hombre. Un amor inmerecido, porque el amor nunca se merece, como la confianza o el cuidado que recibimos de los otros. Somos mendigos de amor en esta vida, porque el dinero no compra el amor de nadie. Ni tampoco nuestro propio amor vale como moneda de cambio, porque podemos recibir como respuesta el rechazo o la indiferencia. Pero a Dios no le importa correr el riesgo de nuestro desprecio. Lo corre cada día y, no obstante, sigue entregándonos su amor. Y nosotros seguimos sin comprender el verdadero mis-terio de la vida: Dios nos ha creado por amor, para que aprendamos a amar y nuestra vida sea sembrar semillas de amor en la tierra. Todo lo demás poco importa. Pero luego perdemos la vida preocupados, agobiados, por todo lo demás, por todo lo que no importa. Y dejamos de lado lo verdaderamente importante, amar con toda el alma, sin esperar nada a cambio, sin querer retener, sin exigir la misma respuesta. El misterio más grande es ese amor de Dios por nosotros. No le importan tanto a Dios nuestros pecados, como la sencillez y humildad de nuestro corazón arrepentido. No se queda tanto en nuestras manchas que ensucian nuestra vida, sino en el deseo de amarle a Él con todo el corazón. No se detiene tanto en nuestras caídas que hacen mediocre nuestro caminar, sino en el deseo impreso en el alma de querer llegar a las más altas cumbres. No entendemos este amor tan grande. Nos supera, nos deja trastornados. Pero nos levanta y hace sonreír cada mañana. Cuando nos damos cuenta de que nuestra vida vale más porque Dios nos ama. El amor de Dios nos devuelve la dignidad que perdemos torpemente y nos entrega la vida que dejamos escapar. Es el mayor misterio que hoy contemplamos. El amor de un Dios que se hace hombre.

Dios, que desde siempre pensó en el hombre, en cada uno, nos regaló la tierra, nos fue nombrando en su corazón al crearnos con sus manos. Eligió para cada hombre los mejores dones para ser felices y puso en nuestra alma una sed de eternidad, de más, imposible de saciar en este mundo. Es su huella la que hace que el hombre busque y mire al cielo intentando encontrar sentido a su vida, un espejo perfecto de su pobre existencia, un reflejo eterno que le dé un sentido a sus pasos tan caducos. Ese Dios eterno y todopoderoso se detiene ante nuestros límites humanos, conmovido, mendigo, roto. Ese Dios infinito se arrodilla ante nuestra finitud herida. Así lo expresaba el poeta Dámaso Alonso: «Dios es inmen-so lago sin orilla salvo en un punto tierno, minúsculo, asustado, donde se ha complacido,
limitándose: Yo.Yo, límite de Dios, voluntad libre por su divina voluntad. Yo, ribera de
Dios, junto a sus olas grandes». El hombre se sabe limitado y pequeño al lado de tanta inmensidad y mira a Dios sobrecogido: «Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo sometiste bajo sus pies: rebaños de ovejas y toros, y hasta las bestias del campo, las aves del cielo, los peces del mar, que trazan sendas por el mar». Sal 8, 4-5. 6-7a. 7b-9. El hombre, a veces tanteando a oscuras, busca a Dios desde siempre, desde el momento en el que no es capaz de nombrar el más profundo deseo de su alma. Y emprende un camino. Sí, necesitamos mirar nuestra vida como un camino, como algo que tiene un sentido más allá de circunstancias encadenadas una detrás de otra por un simple azar. Un pasado que nos conduce al presente y que está pensado por Alguien lleno de misericordia y de perdón; un presente que merece la pena ser vivido con intensidad y que se abre a un futuro donde serán plenos todos los sueños que llevamos con nosotros. Tantos «porqués» que no entendemos, tantas preguntas sin respuesta. No entendemos ni el dolor, ni el pecado, ni el propio, ni el de los demás, ¿Hay una mano que conduce la historia y nuestra propia vida hacia un destino de plenitud? ¿Hacia dónde caminamos perdidos? ¿Cuál es nuestro verdadero nombre, nuestra misión? ¿De verdad hemos sido elegidos para algo? Y ¿qué hacemos con nuestros dones, capacidades y límites? ¿Hay un proyecto único para nuestra vida, un único camino o hay varios posibles? ¿Cómo se armonizan nuestros errores con nuestros aciertos en esa cadencia finita que conduce al infinito? Cada día, cuando nos levantamos, surge la misma pequeña incertidumbre: ¿cómo será este nuevo día? puede ser maravilloso o rutinario, duro o frío, y así, día tras día. A veces el pasado nos pesa: ¿tuvo sentido esa cruz que cargamos con esfuerzo, esa herida abierta que aún nos duele, ese error que nunca acabamos de perdonarnos, esa ausencia que lacera el alma? El futuro nos da miedo muchas veces porque no lo controlamos. Cuando queremos mucho a alguien, intuimos que la vida merece la pena, y todo se llena de sentido y de belleza, y casi tocamos a Dios, pero otras veces, es de noche y no vemos. No vemos a Dios. ¿Dónde está su amor infinito? ¿Dónde está ese Dios que es personal y dice que nos ama con locura?

La Trinidad es un misterio que se le revela al hombre en su historia personal. Dios se hace historia, se manifiesta en el corazón del hombre para repetirle que lo ama con locura. Es un Dios Creador y sin su acción sería imposible entender todo lo que vemos, lo que amamos, lo que sufrimos y vivimos cada día. Hoy escucha-mos: «El Señor me estableció al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras antiquísimas. En un tiempo remotísimo fui formada, antes de comenzar la tierra. Todavía no estaban aplomados los montes, antes de las montañas fui engendrada. No había hecho aún la tierra y la hierba, ni los primeros terrones del orbe. Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la faz del abismo; cuando sujetaba el cielo en la altura, y fijaba las fuentes abismales. Cuando ponía un límite al mar, yo estaba junto a él, como aprendiz, yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la tierra, gozaba con los hijos de los hombres». Prov 8, 22-31. Dios es creador y, por lo tanto, es Padre del universo. El hombre trata a ve-ces de negar su existencia y atribuir la creación del mundo al azar que ha permitido el nacimiento de una vida tan perfecta. PComprende que sólo en Él puede tener descanso su vida. Acepta entonces, como antes decíamos, que su hogar es el corazón de un Padre que lo ama con locura. Aunque se sienta pequeño a los ojos de un Dios infinito. Decía el Hermano Rafael: «¿Qué importo yo en la creación? ¿Qué representa mi vida oculta en la infinita eternidad? Si me olvidara de mí mismo, mejor sería, Señor. La humildad llena de paz nuestro trato con los hombres. Con ella no hay discusión, no hay envidia, no hay ofensa posible. No soy nada más que un alma enamorada de Cristo. Él no quiere más que mi amor, y lo quiere desprendido de todo y de todos». La humildad de nuestra carne se arrodilla ante la grandeza del amor de Dios. Dios quiere nuestro corazón despojado de todo, vacío, libre, pobre. Quiere nuestro amor débil, torpe, pero siempre dispuesto a seguir sus pasos.  Cuando hemos experimentado su amor, nos hacemos capaces para vivir así. Con un corazón libre y agradecido. El amor que nos desborda nos hace capaces para desbordarnos. Sin embargo, muchas veces estamos muy lejos de su amor y no logramos entender bien quién es ese Dios que nos ama. ¿Cómo le nombramos en el corazón? Pastor, padre, compañero, amor, juez. ¿Quién es Dios para nosotros que queremos amar bien? Es importante que miremos nuestro corazón para pensar quién es Dios para nosotros. ¿Qué esperamos de Él? ¿Qué le decimos en el silencio del corazón? ¿Cómo le buscamos cada día? ¿Cómo le abrimos el alma para que entre a descansar en nosotros? El P. Kentenich decía: «Como es su Dios, así es el hombre». Cada uno tiene un nombre para Dios y una manera única y personal, de buscarle, de llamarle y de relacionarse con Él. ¿Hemos encontrado nuestro lenguaje? ¿Hemos deja-do a Dios que haga una historia personal con nosotros? A veces reducimos a Dios a partes de nuestra vida, a la intelectual cuando leemos cosas religiosas, o a los ritos de domingos. Pero Dios está en lo más profundo de nuestra vida, es lo más propio, lo más hondo del alma, y a veces lo desconocemos. ¿Qué lenguaje usa Dios con nosotros? Para cada uno hay palabras especiales, maneras de llegar diferentes, ritos propios con Dios.

Aunque nos sentimos tan pequeños ante el misterio, queremos acercarnos a contemplar el misterio de la Santísima Trinidad. Para ello nos detenemos en una interpretación muy iluminadora que leía el otro día: «Simeón el Nuevo Teólogo (949-1022) emplea una bella imagen para describir la Trinidad: el Padre es la casa, el Hijo es la puerta y el Espíritu Santo es la llave»1. Voy a detenerme en cada una de las tres imágenes. Nos pueden ayudar a desentrañar la verdad más profunda de este misterio. En primer lugar Dios Padre es el hogar. Se trata del hogar del Padre que espera paciente el regreso del hijo. Es ese lugar en el que descansa el alma después de correr por la vida buscando reposo, de un lado para otro, inquieta. Desperdiciando la vida y el amor.  Mendigando migajas de cariño. El hogar del Padre es ese hogar en el que todos tenemos cabida. Allí no hay preguntas, ni críticas, ni quejas. Allí somos queridos tal como somos, en nuestra indigencia, en
la pobreza del alma. No miran nuestro nombre, ni nuestra historia, ni nuestro
poder. Así era descrita la casa del obispo de Digne en la obra «Los miserables»: «No había en la casa una sola puerta que cerrase con llave. Quien llegara, fuera a la


1 Citado en Brendan Leahy, El principio mariano, Madrid 2002, p. 47
hora que fuera, no tenía que hacer más que entrar»2. Así es el hogar del Padre en el que todos somos bienvenidos. Allí somos abrazados todos por igual, sin importar tanto lo que hemos hecho o dejado de hacer. Nadie lleva ya cuenta del mal ni nos recuerda que no estamos a la altura de lo esperado. Y esa aceptación nos sana, porque el abrazo siempre cura el corazón herido y le devuelve la entereza perdida. En el hogar del Padre no tenemos que dar la talla, basta con estar, con compartir la vida y el cariño. Basta con dejar que la vida descanse en el corazón de Aquel que nos ha amado primero. Allí no tenemos que hacerlo todo bien ni cumplir con altas exigencias impuestas por nosotros mismos, o por la vida, o por los otros. En el Padre, en el verdadero Padre que acoge a sus hijos con sencillez, podemos dejar nuestros miedos e inquietudes, nuestros agobios y tristezas. Es el Padre en el que creemos, que siempre está saliendo al camino para ver cuándo regresamos a casa para quedarnos a su lado. Un Padre que aguarda paciente.

El Hijo es la puerta de entrada al corazón del Padre. Dios se hace carne en Jesús de Nazaret y queda asentada la puerta que conduce al corazón del Creador. Conocer a Cristo entonces aparece como el camino perfecto para entender que Él se ha convertido en la puerta de entrada a la casa del Padre. Es la  puerta para las ovejas perdidas que buscan un hogar. Es la puerta que nos une con el Padre. Hoy nos dice San Pablo: «Por Él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios. Más aún, hasta nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce constancia, la constancia, virtud probada, la virtud, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado». Rom 5, 1-5. Por Él, por ese Dios hecho hombre, encontramos la salvación, la esperanza, la vida. Es la puerta que refleja el rostro del Padre. A Dios no lo veíamos y ahora lo vemos en Cristo. Dios acoge en Cristo a toda la humanidad caída. En Cristo nos encontramos a nosotros mismos. Es nuestra puerta de entrada porque allí somos reconocidos como hijos en el Hijo. En Él, en su dolor y sufrimiento, en su amor derramado por nosotros en la cruz, en su cuidado personal y cercano. Ese amor de Cristo que pasó por la tierra haciendo el bien. Así quisiéramos vivir nosotros. Encontrarnos con Él para ser nosotros también puerta de entrada. Lo somos. Los que no creen verán en nosotros una puerta cerrada o abierta, trasparentaremos el rostro de Dios o dificultaremos su visión. Seremos ese acceso directo al corazón de Dios o lo haremos todo más difícil. Cristo quiere ser la puerta por la que entremos al redil. A veces es esa puerta estrecha que nos exige vaciarnos de tantas cosas que cargamos, nos exige ser más libres para poder cruzarla, nos pide renunciar a entrar por ella cargados de esclavitudes y pesos innecesarios. En Cristo tiene sentido el camino y hasta el dolor se vuelve ligero.

El Espíritu Santo es la llave con la que abrimos la puerta. Me parece una
imagen llena de vida y de luz. Hoy escuchamos: «Muchas cosas me quedan por
deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo

2 Víctor Hugo, Los miserables, 16
que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí lo
que os irá comunicando». Jn 16, 12-15. El Espíritu Santo es la gracia, la presencia de Cristo que se nos regala en el alma, para calmar nuestra sed de infinito. Pero hay muchas cosas que no comprendemos. Muchas de ellas nunca las comprendere-mos. Pero el Espíritu nos puede aclarar muchos misterios. Es la llave que nos conduce al corazón de Cristo. Es la llave por la que entramos en el hogar del Padre. Me gusta la imagen de la llave. Hay puertas sin llave. Y puertas con la cerradura escondida. Hay puertas abiertas en nuestra vida. Hay puertas cerradas. La puerta más difícil de abrir es la que nos saca de nuestro interior, de nuestros miedos y egoísmos. Esa puerta que nos aísla de los demás y nos incapacita para la vida. Por otro lado, la más complicada de cerrar es la que deja el dolor en el alma y nos abre las entrañas desde lo más profundo. Las heridas son puertas abiertas en el corazón, puertas que otros abrieron con fuerza, con violencia. Esas puertas nos unen en lo más profundo con la herida de Cristo, con la puerta abierta de su corazón. En Él podemos recuperar la paz perdida, porque en nuestra herida o encontramos la desesperación o la esperanza que nos es dada desde lo alto. Decía el Papa Francisco: «El dolor no es una virtud en sí mismo. Pero sí puede ser virtuoso el modo en que se lo asume. Nuestra vocación es la plenitud y la felicidad y, en esa búsqueda, el dolor es un límite. Por eso, el sentido del dolor, uno lo entiende en plenitud a través del dolor hecho del Dios hecho hombre. La clave pasa por entender la cruz como semilla de resurrección»3. El dolor de la herida es esa puerta que nosotros mismos dejamos abierta en nuestras cruces, en nuestros errores y equivocacio-nes. Las puertas del dolor parece que no se cierran nunca. El dolor es como un río que brota del alma sin consuelo. ¡Qué difícil cerrar esa grieta! ¡Qué difícil vivirlo santamente! ¡Qué difícil cerrar las heridas de otros, calmar su dolor, apaciguar su rabia oscura! El Espíritu Santo nos abre los ojos y nos ayuda a calmar el dolor de las heridas. Es como un bálsamo sobre la herida abierta. Es como un río en crecida. Es el fuego que arrasa y sutura. Es viento y calma, tormenta y brisa. Es lo que necesitamos justo cuando lo necesitamos. Es la voz que ilumina nuestras razones confusas, cuando no hay respuestas. Es el calor que da vida al amor que brota débilmente en lo más profundo de nuestro ser buscando salida. Es claridad y silencio. Es un grito y es descanso. Es paz y revuelo. Es inquietud y deseo. Es camino y esperanza. Hoy imploramos el Espíritu Santo que nos abra la puerta de Dios, de su corazón sellado. Soñamos con esa llave mágica que le dé sentido a nuestro camino, respuesta a tantas preguntas, paz a los miedos que alteran el ánimo.

Siempre es un misterio el amor de ese Dios que son tres personas. En
realidad no entendemos la gratuidad del amor de Dios. Que nos ha creado por amor y que nos quiere sin que tengamos que merecérnoslo, sin que nuestros actos puedan alejarnos de su amor. Tal como somos. ¿Quién es Dios? ¿Cómo nos quiere tanto? ¿De verdad le importamos o está en el cielo esperando a que nos merezcamos ir con Él? Es difícil comprender y nos acostumbramos entonces
a caminar con preguntas. Jesús vino a acercarnos a Dios, a hablarnos de Él, a
hacerlo cotidiano. Dios se puso a caminar con nosotros e irrumpió para siempre en

3 Bergoglio, El Jesuita, 40
la vida del hombre. Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres Personas, un mismo amor imposible de entender para nosotros. Sigue siendo un misterio, pero de alguna manera sí podemos captarlo tímidamente con los ojos del corazón. Porque el amor de Dios se hizo palpable en un niño en Belén despojado de todo, en la cruz en el hombre crucificado que casi sin palabras entregaba la vida, en la oscuridad de un Gólgota que se desquebrajaba en sus entrañas. Porque el amor de Dios era demasiado grande para el corazón pequeño de los hombres y lo acabó quebran-do. Un Dios que se hizo carne en las palabras de Jesús hablándonos de un Padre lleno de misericordia, de perdón, que era capaz de dejar las noventainueve ovejas en el redil para ir a buscar a la oveja perdida. Un Dios que otea el horizonte expectante y nos cubre de besos cuando llegamos cobardemente después de haber dilapidado la herencia. Un Dios que no pregunta, que hace una fiesta por cada uno de nosotros, un Dios que nos abraza. Es el amor de Dios que se hizo palpable en el corazón traspasado de Cristo, en el pan partido en que quiso que-darse para siempre, en la venida de su Espíritu que hace que Dios se haga a la medida de nuestro corazón y de nuestra vida. Porque sabe que no podemos correr solos. Que necesitamos tocar, ver, oír para poder caminar cada día. Porque Dios camina con nosotros, eso es lo que nos ha contado Jesús, con sus palabras y con su vida. Nuestro destino descansa en las manos de un Padre que nos mira con ternura; Jesús va a nuestro lado, nos salva, nos enseña, se sigue derramando y partiendo por cada uno; el Espíritu habita en nosotros porque sabe de nuestra sed, de nuestro anhelo de felicidad; sabe de ese vacío interior, de esa noche oscura, de tantas preguntas, del deseo grande de darnos por entero y de nuestra incapacidad de hacerlo solos. Jesús nos ha nombrado a Dios. Ese es el misterio de hoy, de repente, el mar se detiene ante la orilla. El cielo ante la tierra. Lo infinito se mete en lo pequeño. La luz en la noche. Su agua se encuentra con nuestra sed. El que lo sabe todo nos pregunta. El que sabe nuestro futuro nos espera y respeta nuestro tiempo. Y espera con ansiedad esa respuesta de hijo. El que creó el mundo nos necesita, nos suplica. Es un milagro. Hoy es el día de volver a decirle que queremos vivir con Él, a su lado. Que confiamos en Él, que nuestro timón es totalmente suyo, aunque nos asuste ceder el control. Que estamos dispuestos a que nos lleve donde quiera. No puede ser lo mismo vivir con Dios que sin Dios. Queremos decidir con Dios cada cosa importante.

Queremos adentrarnos hoy en este misterio inmenso de amor de la mano de María. «La Virgen María es el ante jardín por el cual llegamos a la llave, que nos permite abrir la puerta para ingresar a la casa y abrazar al Padre. La oración de la "Pequeña Consagración" es el jardín de nuestra visa espiritual, ella nos conduce al Espíritu Santo que nos introduce en el misterio del Hijo y del Padre. Los invito, queridos amigos, a visitar y gozar de las flores, árboles, senderos y fuentes de este inolvidable jardín»4. María es el jardín profundo que nos conduce a la puerta sellada. Ella es el huerto sagrado en el que todo es silencio y paz, descanso y calma. En Ella nos preparamos para crecer en la mayor intimidad con el Señor. La pureza de María está llena de belleza. No es una pureza sin fuego, fría, es más bien una pureza limpia, llena de vida, enamorada, una pureza acrisolada en la renuncia, en la entrega diaria y fiel,
en el amor derramado sin esperar nada. Su amor puro nos enseña a amar. Ella

4 P. Patricio Moore I., Todo a ti María, p. 14.
quiere educar nuestro corazón enfermo. Quiere sanarlo y limpiarlo de tantas impurezas. Ella, que es pura y limpia, nos purifica en la lucha, nos hace hombres nuevos, nos enseña a decir que sí a sus deseos cuando decimos que no a nuestros egoísmos. Ella, nos cubre con su manto para cuidar y guardar nuestra vida, para que no la perdamos torpemente, para que sepamos amar desde la entrega. Ella, que engendra a Cristo en nuestra alma, conoce cada rincón de nuestra vida y penetra allí para sembrar su luz. Ella, nos conduce  hacia Dios, nos lleva a lo más profundo del hogar, donde podemos reclinar la cabeza. Ya lo decía el P. Kentenich: «El amor a la Virgen María es una cascada de Cristo, ya no puedo regresar, tengo que llegar a la profundidad de Cristo, el amor a la Virgen María es una catarata del Padre, del Espíritu Santo, de la Trinidad, con una fuerza irresistible soy llevado al corazón de la Trinidad»5. Queremos adentrarnos en el Dios Trino, sumergirnos en ese amor inagotable que colma nuestra sed de infinito, en las manos de María. En su regazo de Madre nos dejamos llevar a lo más sagrado. María nos conduce a Dios. Ella no es el centro, pero está en el centro. Rodea en su jardín el tesoro más valioso, el Dios que se nos regala cada día. Nos da la alegría verdadera, la que nadie nos puede quitar. María siempre es causa de nuestra alegría, de la felicidad más profunda. Aspiramos a descansar en Ella para poder recuperar la alegría perdida. Cuando la tristeza, la desazón, la acedia nos vencen, caemos en la melancolía. Vivir alegres es un don del Espíritu Santo. Una gracia que se nos concede cuando no vivimos obsesionados con que la vida nos resulte bien, con que todo esté en orden.  El pefeccionismo es enemigo de la alegría. Cuando queremos hacerlo todo bien no vivimos con paz, es imposible, porque las cosas no suelen salir siempre bien. Es  poco probable. Y si nuestra felicidad depende de esos éxitos coyunturales, la mayor parte del tiempo viviríamos amargados, tristes, sin esperanza. Nuestra alegría descansa en María. En Ella revivimos y cobramos vida.

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