Próxima MADRUGADA: PROXIMAMENTE en 2014 - 8 hs. Parroquia Ntra. Sra. de La Rabida Av. Belgrano 1502 Capital Federal ¡No faltes! te esperamos

sábado, 2 de marzo de 2013

Charla - P. Carlos Padilla Esteban - Vivir la cuaresma desde Betania (6 de marzo de 2007)



Vivir la cuaresma desde Betania

Quisiera acercarme a Betania en este tiempo de Cuaresma. Distaba pocos kilómetros de Jerusalén. Así lo hizo el Señor antes de celebrar la Pascua, po-cos días antes. Jesús amaba la casa de Marta, María y Lázaro. Allí era acogido y recibido. Amaba ese hogar en el que su alma podía descansar y recobrar la paz después del duro trabajo de cada día. Allí estaba en familia. No había que hacer nada. Nada había que decir. Sólo estar y compartir la vida. No había que demostrar nada, ni poner la mejor cara. Uno era aceptado sin preguntas, sin quejas ni reproches. Cada día, cada atardecer. En los seis días antes de su crucifixión, Jesús fue a la ciudad de Jerusalén durante el día, pero siempre se retiraba a Betania para pasar la noche. Es decir que, en los últimos días de su vida en esta tierra, Jesús pasó todas las noches en Betania, donde encontró refugio, descanso, seguridad y paz.

Betania es el hogar en el que Cristo es bien recibido. Allí lo esperan y lo aceptan en todo momento. Hacen fiesta al verle llegar y pasan el tiempo a su lado. Y nosotros no tenemos tiempo. O elegimos muy bien a qué queremos dedicarle tiempo. Nuestras prioridades son otras, y muchas veces en ellas no entra Dios. El tiempo es nuestra mayor riqueza. Lo perdemos con facilidad y elegimos bien a quién se lo damos y a quién no. Nos importa no perderlo. Porque perder el tiempo es como perder la vida de forma improductiva. Y no
queremos. El tiempo vale mucho. Recibir a Cristo en nuestra vida es darle un lugar de honor. Eso significa que otras cosas pierdan su lugar. Acoger a Jesús nos lleva a un cambio de prioridades. ¿Cuáles son nuestras prioridades? ¿Qué preferimos hacer con nuestro tiempo cada día? ¿En qué invertimos nuestras mejores fuerzas, el tiempo libre? La invitación de la Cuaresma es a vivir desde Betania el acogimiento. Acogemos a Cristo. Queremos que en nuestro hogar todos sean acogidos. Sin preguntas, sin exigencias.

Miramos a Jesús que sufre en soledad y queremos calmar su dolor. Lo acompañamos sobrecogidos. Con miedo. Porque su muerte y su dolor nos ha-cen temer nuestra propia muerte. Siempre que vemos un sufrimiento nos da miedo pensar que eso mismo nos puede pasar a nosotros. Es el egoísmo del alma que no quiere sufrir. El dolor despierta temor. No queremos sufrir. Nunca el sufrimiento es un plato agradable. El corazón está hecho para la vida, para disfrutar, para gozar y amar. El corazón no entiende ni el sufrimiento ni el dolor.
Desde Betania contemplamos el dolor de Cristo que camina al Calvario. Nos asustan sus pasos. Nos inquietan los rumores de los que ansían matarle. Justo en Betania, lugar de acogida y paz, es donde se planea su muerte: «Gran multitud de los judíos supieron entonces que él estaba allí, y vinieron, no solamente por causa de Jesús, sino también para ver a Lázaro, a quien había resucitado de los muertos. Pero los principales sacerdotes acordaron dar muerte también a Lázaro, porque a causa de él muchos de los judíos se apartaban y creían en Jesús». Lc 12, 9-11. Allí los judíos están inquietos. Parece que con la resurrección de Lázaro muchos más siguen al Maestro. Aumenta la preocupación y planean incluso matar también a Lázaro. Y todo porque un amor tan grande supera la capaci-dad de acogida del hombre. El corazón se siente en deuda y se siente des-bordado por tanto amor, no logra abarcarlo. Quisiera detenerme hoy en cuatro momentos de la vida de Jesús en Betania. Allí descansaba el Señor y desde allí nos ayuda a caminar con él hacia el Calvario:
1. «Ha escogido la mejor parte»

«Mientras iba de camino con sus discípulos, Jesús entró en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María que, sen-tada a los pies del Señor, escuchaba lo que Él decía. Marta, por su parte, se sentía abrumada porque tenía mucho que hacer. Así que se acercó a Él y le dijo: - Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sirviendo sola? ¡Dile que me ayude! - Marta, Marta - le contestó Jesús-, estás inquieta y te afanas por muchas cosas, pero sólo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y nadie se la quitará».Lc  10:38-42

Siempre me impresiona la actitud de Marta en Betania. Sirve en el silen-cio, en lo oculto. Tiene su corazón volcado hacia al Señor sin lograr estar con Él. Quería atender a Jesús con todo su amor. Su corazón era muy grande. Te-nía el don de estar atenta a la necesidad de los otros. Corría a servir. Amaba en la entrega. ¡Qué don tan grande es ser así! El don de amar a Jesús en su necesidad. Acoger en su casa con la humildad de una pobre de Dios. Cristo quiere quedarse en nuestra vida. En nuestro corazón herido. Y nosotros vamos a lo nuestro sin ver lo que otros necesitan, lo que necesita Jesús. Marta, sin embargo, sí se da cuenta de las necesidades del que llega. Está atenta a aga-sajar, a dar, a hacer sentir al invitado como en su casa. Tiene la sensibilidad para saber dónde falta vino y lo busca. Es cierto que, en este momento que relata el Evangelio, surge de su corazón algo de envidia, el deseo de hacer lo que hace María. Está cansada y el corazón estalla. Pero yo nos quedamos
con su espíritu de humildad, con su sencillez oculta, con su entrega generosa cuando nadie valora su esfuerzo. Me conmueve la oscuridad de su entrega, el silencio de su amor crucificado; y, al mismo tiempo, la luz que desprenden sus gestos suaves y silenciosos.

Son necesarias vidas como la de Marta para que destaque la luz de Cristo. Vidas que dejen que brillen otras vidas. Vidas que se entreguen renunciando en la soledad, en el silencio, llevando una vida oculta. Marta sirve para que María pueda estar con el Señor. Pienso en BXVI y su renuncia. Su paso al frente en la humildad para vivir en la oscuridad de la cruz de Cristo. Por lo ge-neral nos gusta servir y brillar. La gloria y la fama. Dar la vida y ser valorados por nuestra generosa entrega. No nos gusta ese papel oculto de San José que dio su vida en silencio sirviendo la vida de María y de Jesús. Marta representa
esa misma entrega silenciosa y valiosa. Ese servicio desinteresado en el que el corazón ha de sentirse en paz y no estar volcado sobre el mundo. Cuando el corazón descansa en Dios es posible entregar la vida de esta forma. De otra forma, es imposible, nos llenamos de amargura y tropezamos con nuestro orgullo herido. Si nuestro jardín interior está yermo, sin vida, no es posible vivir así. Es un don poder servir de esta forma, como Marta. Es el deseo de darlo todo, sin miedo a la soledad. Con la atención puesta en esos detalles aparen-temente insignificantes, pero siempre importantes. Es la capacidad para ade-lantarnos al deseo de aquellos a los que amamos, antes incluso de que lo expresen. Pero muchas veces estamos más pendientes de ser servidos que de servir. Más preocupados de nuestras necesidades que de las de otros. Nos buscamos y no buscamos al que sufre.

Jesús amaba profundamente a Marta. Marta amaba a Jesús. Los apóstoles
vieron en Jesús ese amor sincero y profundo hacia Marta. Vieron su calidez y cercanía con ella. Y lo dejaron escrito. Ese amor cálido y cercano. La abrazaba con su mirada y la contenía en sus silencios. La elevaba con sus palabras y la sostenía con sus abrazos. Tal vez la misma Marta confesó algún día el amor que Cristo la tenía. No con vanidad. Sino desde la humildad de saberse niña amada. Desde la experiencia única de aquel que se ha sabido amado sin mere-
cerlo. Porque no tenemos que hacer nada para que Dios nos ame. ¡Qué impor-tante pensar en ese amor que Dios nos tiene! Nos llama por nuestro nombre. Nos dice que nos ama. Nos bendice para que caminemos sobre las aguas, pa-ra que no lo olvidemos nunca. Marta se afanaba por muchas cosas en su ser-vicio. Así lo dice el Evangelio. Jesús la amaba personalmente y por eso podía descansar a su lado y se dejaba cuidar por ella. Marta era para Él un lugar de descanso. Marta se sentía especial para Jesús, privilegiada y única. Sabía que Jesús la amaba con ternura y por eso ella intentaba cuidarle a él, con toda su alma, para que se sintiera en paz. Marta se sabía amada y eso le daba la liber-tad para no tener que mendigar cariño. Cuando nos sentimos amados así, pro-fundamente queridos, ya no mendigamos. No necesitamos ir de un lado a otro buscando consuelo. No nos hace falta que nos digan todo lo que nos quieren, aunque siempre sea importante. Porque es verdad que en el amor de los de-más, en ese amor con rostro, en ese amor que entregamos y recibimos, vemos el rostro de Dios. Ese amor nos da la libertad de los hijos que se saben amados y saben que el amor es eterno, único, especial. Un amor que nadie nos va a quitar nunca. Quisiéramos tocar ese amor cada día. Quisiéramos abrazarlo cada mañana para no olvidarnos de lo absoluto que es Dios cuando ama. Marta se convierte entonces en imagen de Iglesia. Como Iglesia somos ama-dos por Jesús y lo servimos y lo cuidamos. Nos sentimos Marta. Amados y dispuestos a servir en todo momento. Quisiéramos recibir de Jesús, como Marta, ese don de poder estar atentos, de sabernos amados siempre, en todo
lugar, en nuestras heridas, en las caídas que nos turban.

Quisiéramos que Jesús viniera a descansar en nuestro interior, a nuestro hogar. En nosotros puede vivir siempre en paz. Puede descansar y sentirse en paz. Pero muchas veces sabemos que nuestro interior está revuelto. Cuando no hay paz en nuestra vida pensamos que Cristo no querrá venir a nosotros. Pero no es así. Lo acompañamos en este camino al Calvario desde nuestra pobreza, tratando de sostener sus pasos. Desde nuestros ruidos y violencia, desde nuestra ira y turbación, desde el rencor que envenena, queremos pedirle
que descanse en nosotros. Tal vez nuestras cosas no son descanso para Dios. Pero Él, aún así, quiere venir a nosotros para transformar nuestra vida y darnos descanso. Cuando Jesús llegaba a Betania traía siempre su paz. Así puede ha-cerlo cono nosotros. Él convierte el Gólgota en Betania. La cisterna de su en-cierro, en un jardín. La columna en la que fue flagelado en un árbol de vida. En nuestro corazón Cristo podrá descansar, lo transformará en un nuevo Betania para los hombres. En nosotros podrá estar en paz. Así quiere ser nuestra vida. Betania para Cristo y Betania para tanta gente que vive sin paz, inquieta y re-vuelta. En nuestro interior inquieto quiere venir el Señor para pacificarnos, para darnos la vida verdadera, para hacernos hogar para muchos, donde muchos encuentren el descanso que anhelan. Donde Cristo descanse a nuestro lado. Y nosotros, a sus pies, experimentemos su mano cálida. Esa mano que acaricia nuestra vida. Que transforma el alma en un jardín regado, en un vergel.

María representa, por su parte, el deseo de estar con el Señor. El gesto de María en Betania va a ser estar a los pies del Señor en actitud de humilde escucha. Es la actitud orante que todos queremos tener en el tiempo de Cuaresma. Queremos arrodillarnos a los pies de Cristo, escuchando y acogien- do sus palabras que tienen vida eterna. Con el alma callada, en el silencio más profundo, en el huerto sellado de nuestra oración. Es difícil escuchar cuando el mundo nos habla, nos pide, nos requiere y nos exige. Difícil ir a Betania cuando
estamos pendientes de tantas cosas que nos quitan la paz y nos hacen confun- dir nuestras prioridades. Queremos aprender de María, a quien no le importa que su hermana se ocupe de todo, porque ella sabe lo que necesita en ese momento. No se compara. No se inquieta. No se turba al pensar que tal vez debería estar en otro sitio. Nosotros tenemos grabada en el corazón una frase que nos angustia: «Debería». Pensamos, desde pequeños, que deberíamos hacer las cosas de una manera determinada. Cuando estamos en un sitio
pensamos que deberíamos estar en otra parte. Nos angustia pensar que no hacemos lo correcto y que lo correcto precisamente se encuentra donde no estamos. María no se turba, descansa de rodillas, contempla. No mide el tiempo. Está en presencia de Cristo, sin pensar que no está en el lugar correcto. María se siente muy libre, muy amada y muy libre.

María está tranquila porque ve que Cristo la quiere de rodillas, a sus pies. Sabe que tiene la mejor parte. No se enorgullece. Sólo calla y se alegra. Por-que ve que lo que Cristo quiere ahora es tenerla allí, callada, de rodillas. La quiere acariciar. Quiere colmar su anhelo de infinito. Es la misma actitud de la Iglesia que ora. El pulmón de la Iglesia son los que adoran en silencio, los que contemplan a Dios callados, mudos. Son los que miran a Cristo bajo el madero caminando al Calvario. En el propio madero de su sufrimiento. Así lo miran, con los ojos de María que ve a su hijo sufrir en la distancia. Con la mirada de los
pobres que saben que Cristo lleva el madero de los propios pecados y faltas. Así, de rodillas, sin nada que decir, con el corazón abierto a recibir. Con el alma abierta a dar.

2. «Si hubieras estado aquí mi hermano no habría muerto»

«Había un hombre enfermo llamado Lázaro, que era de Betania, el pueblo de María y Marta. Las dos hermanas mandaron a decirle a Jesús: - Señor, tu amigo querido está enfermo. Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando oyó que Lázaro estaba enfermo, se quedó dos días más donde se encontraba (...). - Nuestro amigo Lázaro duerme, pero voy a despertarlo (…). Dijo Marta a Jesús: - Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas
a Dios, Dios te lo concederá. Le dice Jesús: - Tu hermano resucitará. Le respondió Marta: - Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día. Jesús le respondió: - Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto? Le dice ella: - Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo. Dicho esto, fue a llamar a su her-mana María y le dijo al oído: - El Maestro está ahí y te llama. Cuando María llegó donde estaba Jesús y lo vio, se arrojó a sus pies y le dijo: - Señor, si hubieras estado
aquí, no habría muerto mi hermano. Jesús entonces, al verla llorando, y a los judíos que la acompañaban también llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió, y dijo: - ¿Dónde le pusisteis? Le dijeron: - Señor, ven y ve. Jesús lloró. Dijeron entonces los judíos: - Mirad cómo le amaba. Y algunos de ellos dijeron: -¿No podía éste, que abrió los ojos al ciego, haber hecho también que Lázaro no muriera? Jesús, profundamente conmovido otra vez, vino al sepulcro. Conmovido una vez más, Jesús se acercó al sepulcro. Era una cueva cuya entrada estaba tapada con una piedra. - Quitad la piedra, ordenó Jesús. Marta, la hermana del difunto, le dijo: - Señor, ya debe oler mal, pues lleva cuatro días allí. (…) Dicho esto, [Jesús] gritó con todas sus fuerzas: - ¡Lázaro, sal fuera! El muerto salió, con vendas en las manos y en los pies, y el rostro cubierto con un sudario. Jesús les dijo, - quitadle las vendas y dejad que se vaya» (Jn 11:1-44)

Contemplamos la muerte y resurrección de Lázaro. Marta sale al encuentro de Jesús. Ya es demasiado tarde. Hubiera bastado con unas palabras, con un gesto, para que su hermano viviera. Lamenta que Jesús no hubiera curado antes la herida, evitando así la muerte. Una enfermedad es curable, la muerte, sin embargo, es el final de todo. Al menos en esta vida temporal que tanto  amamos. Es más fácil curar que resucitar. ¿Por qué no lo hizo? Por eso
Marta reprocha el tiempo perdido. Si hubiera actuado, piensa Marta. Tal vez igual que nosotros en la vida. Nos turba este Dios que no actúa cuando le pedi-mos que lo haga. Un Dios que no intercede y está como ausente. Caminamos al Calvario y nos escandaliza de nuevo que Dios no hiciera nada para salvar a su Hijo. Nos escandaliza que Dios nunca parezca llegar a tiempo, llega dema-siado tarde. El accidente evitable, la enfermedad que esperaba un milagro, las vidas que se pierden sin intervención divina. Todo parece demasiado pobre. La impotencia de un Dios ausente nos escandaliza. ¿Por qué no se dio prisa Jesús cuando se trataba además de su amigo tan querido? Él podía hacerlo. Hubiera bastado con haber venido cuando se lo dijeron, si es que tanto lo quería. Marta y María tenían razón. «Si hubiera…». Pero no, los planes del Señor son otros. Hubiera sido todo más fácil de otra forma, pero no fue así. Nunca lo entenderemos del todo. Como muchas cosas en esta vida que lleva-remos apuntadas en un cuaderno para cuando lleguemos al cielo. Cristo no se dio prisa y Lázaro fue vencido por la muerte. Los caminos de Dios no son los
nuestros, sus tiempos no son los nuestros. Queremos acompañar a Jesús en este camino al Calvario. Lo hacemos llenos de dudas y preguntas. Así es el camino del pobre de Dios que confía en su amor y en sus planes. No tenemos todo claro, no estamos seguros de todo. Hay personas que tienen teorías para todo. Saben el camino más corto a cualquier parte y han estudiado las cosas que hacen inventando teorías. Así se sienten más seguros. Pero luego, en el camino al Calvario, las teorías sirven de poco. Llega la vida y la vida nos des-concierta. Caminamos inseguros, pero con la confianza puesta en quien nos ama. Comprendemos que su vida y su muerte nos hablan de nuestra vida y de nuestra muerte. De nuestro dolor y nuestra enfermedad. Su subida al Calvario es nuestra subida. Con su dolor y su muerte. Subimos con Él y entregamos lo que nos hace sufrir. Lo que nos inquieta. Confiamos.

Marta confiesa que Cristo es la vida, que es el Mesías, que traerá la resurrección al final de los tiempos. Cree en la resurrección como un don recibido de lo alto. Ve más allá de la carne. Es un don que Cristo le dio en la intimidad que tenían, en el amor que se profesaban. Cristo veía por los ojos de Marta, Marta por los de Cristo. Se miraban y comprendían. Sobraban las pala-bras para entender. Es la comunión especial entre la amada y el amado. Es la confesión pública de una mujer con mucha fe y mucho amor en el alma. Marta cree en Jesús porque lo ama y es amada por Él. La fe brota como fruto del amor y crece en el amor. Marta no duda porque lo ama profundamente. Cree aquello que antes le parecía imposible creer, sólo porque ama. El amor nos hace inocentes y nos da la capacidad de creer lo imposible. Cuando amamos a alguien creemos con todo el corazón. Marta sabe que Cristo lo puede todo y por eso espera contra toda esperanza. Marta cree y su corazón se llena de
esperanza y de vida. Y en ella, la mujer que ama y es amada, todos creemos. Aunque nos gustaría creer más. Porque dudamos con frecuencia. Nos llena-mos de miedos y desconfiamos de un Dios que pueda hacer posible lo impo-sible. Perdemos la inocencia y nuestro juicio, nuestra razón, se convierten en un muro que nos aleja de una fe inocente, de una fe sencilla como la de los niños. Queremos confiar sin límites, como esos niños que se abandonan en manos de sus padres porque se saben amados. Sin temer nada.

Cristo se conmueve y llora. Siempre me emociona pensar en el dolor de Jesús por nosotros. Nos quiere y sufre en nuestro dolor. Cuando lo acogemos en nuestro corazón, nos muestra su amor. Llora ante Lázaro muerto como nosotros lloramos ante su cruz en el Calvario, como María llora a los pies de su Hijo abandonado, como lloramos con la pérdida de un ser querido, o ante la enfermedad y el sufrimiento. Me conmueven sus lágrimas y surgen las propias al pensar en el dolor de la muerte. No hay nada más doloroso que la muerte,
aunque sepamos que después viene la vida verdadera, la vida eterna. Es el tajo que separa el corazón en dos, lo parte sin misericordia. Es la espada de dos filos que rompe el frasco para que se derrame el amor. La muerte nos llena de oscuridad y vacío. Es como un desierto después de haber vivido en el ver-gel. No nos acostumbramos al polvo del olvido. Lázaro separado de los suyos hace de Betania un lugar sin vida, un lugar lúgubre. Su ausencia duele en el alma, pesa demasiado. Así lloramos siempre que perdemos aquello que ama-mos. Nuestro amor es sincero y grande. Amamos y lloramos. Cuando no so-mos capaces de llorar, es porque no hemos amado lo suficiente o porque nues-tro corazón se ha endurecido. Las lágrimas de Jesús son nuestras propias lá-grimas. Jesús llora por nosotros que sufrimos y llora por nosotros cuando nos hemos vuelto insensibles y duros en la vida, cuando nuestro corazón es de piedra. Llora cuando no somos capaces de darnos, de entregar lo que tene-mos. Llora cuando nos hemos quedado sin sangre que derramar por nadie, atrapados por nuestro egoísmo que nos aísla y enferma.

María llora a los pies de Jesús. Su amor arrodillado vuelve a sus pies. Derra-ma el amor de sus lágrimas. Llora por Lázaro que se ha ido. Llora de impoten-cia porque Jesús no ha llegado a tiempo. En sus lágrimas se entrega su amor y su pena. Vuelve a la postura de la amada en silencio, de rodillas, a sus pies. Es nuestra oración silenciosa de rodillas y con lágrimas. Nuestra oración cuando pensamos que ya no hay salida. Cuando nos confrontamos con la muerte y la esperanza parece huir para siempre. Cuando no creemos en los milagros y vemos la losa de la tumba como el final de los sueños. Lloramos, el alma llora, se conmueve. Como el alma de Cristo al llegar a Betania, al ver el dolor propio y de aquellos a los que ama. ¿Por quién lloramos nosotros? Nuestras lágrimas parecen agotadas. Ya nada nos conmueve. Hemos construido cisternas que no retienen el agua. Cisternas donde el amor no se contiene. Por eso nos volve-mos fríos e insensibles. Las personas no arraigan en nuestro interior. Sus raí-ces son cortas. No regamos los amores que Dios nos regalan y no lloramos. Nos volvemos pobres. Queremos pedir el don de lágrimas. Para conmovernos por el dolor propio y por ese dolor que acompañamos.
Sin embargo, al final del camino siempre vence la vida. Es cierto que la de Lázaro es sólo una resurrección para una vida breve. La que todos anhelamos es una resurrección para la vida eterna. Sólo unos pocos años más de vida en Betania para llegar a la Betania del cielo. Un tiempo para amar y agradecer y dar testimonio del amor de Cristo. Lázaro vivió poco tiempo más, no sabemos cuánto, no nos importa. Pero se convierte para los judíos en signo del amor de Cristo. Su vida es signo de la verdadera resurrección que todos anhelamos. En
Cristo seremos entonces testigos de una Resurrección para la vida eterna. Pero a Lázaro le quedó la misión de anunciar que el amor tiene la última pala-bra. El amor grita más fuerte y rompe la roca de la muerte. El amor de Cristo derrama perfume de nardos y nos habla de un amor eterno. La resurrección de Lázaro es símbolo de la vida eterna que recibiremos. Miramos a Cristo muerto que nos habla de la vida. En Betania surge la vida de la muerte. Hay que morir para tener vida eterna. Renunciar para llegar a la vida. Cuando morimos a
lo que nos encadena nos liberamos para una vida verdadera.

3. «El frasco de perfume»

«Seis días antes de empezar la fiesta de la Pascua llegó Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, el que había estado muerto y que él había resucitado. Prepararon en su casa una cena en honor a Jesús, y mientras Marta servía y Lázaro se hallaba sentado a la mesa junto a Jesús, María tomó un frasco que contenía medio litro de un caro perfume de pura esencia de nardo, ungió con el perfume los pies de Jesús y luego se los secó con sus cabellos. Toda la casa se llenó de la fragancia de aquel perfume. Uno de los discípulos de Jesús, Judas Iscariote, protestó: ¡Ese perfume vale una fortuna! Si lo hubiéramos vendido por trescientos denarios, habríamos tenido dinero para socorrer a los pobres. Pero no dijo esto porque los pobres le importasen mucho, sino porque era un ladrón; y como precisamente a él se le había encargado que administrase el dinero de todos, aprovechaba a menudo la confianza de los demás para sustraer algo para su beneficio personal. – Déjala - replicó Jesús-, pues lo que ella está haciendo es co-mo una preparación para el día de mi entierro. A los pobres podéis ayudarlos cuando queráis, porque siempre los tendréis cerca; pero a mí no me tendréis por mucho tiem-po entre vosotros» Jn 12:1-8.

Jesús es acogido con el amor derramado por una mujer. María está de nuevo a los pies de Jesús. Es un espacio de intimidad. Ama y es amada. Echa el perfume y lo seca con su cabello. Rompe el frasco para que salga todo el perfume. No ahorra con el Señor, no escatima. El frasco se rompe cuando so-mos capaces de partirnos. Algo se tiene que romper para que salga el amor. Normalmente lo guardamos, sin dejar que salga. Nos gusta el frasco perfecto. Es, sin embargo, de la grieta en la roca desde donde brota el agua. De la
grieta en el corazón herido es desde donde brota el amor. Es el símbolo del perfume derramado cuando Cristo muera. Llora el corazón y se derrama a sus pies. Es el perfume que damos en vida, ese amor que deja a nuestro alrededor una fragancia cuando pasamos. El perfume de nardos expresa un amor que se derrama. El frasco se rompe. Es difícil romper el frasco y sentir que el amor se entrega. Nosotros damos con cuentagotas. Nos da miedo el rechazo. El no ser correspondidos. El no tocar el amor de Dios. Nos da miedo amar y no ser ama-dos. Nos asusta la soledad del frasco roto y vacío. Nos da miedo que se rompa el frasco y perder la vida. Nos da miedo darlo todo y quedarnos sin nada para otros, para nosotros mismos. Vacíos y rotos. Nos gusta más ahorrar y conser-var la vida. El perfume derramado, ese amor que se parte como Cristo en la
cruz.

Quisiéramos ser capaces de romper el frasco de perfume para derramarlo todo sobre las heridas de Cristo, sobre nuestras propias heridas, sobre las heridas de aquellos que llegan a nuestra vida buscando calor. Quisiéramos que nuestra vida tuviera el perfume de Cristo para atraer hasta Dios a los que están más lejos. Como el Santo Crisma que recibimos en el sacramento del Bautismo, de la Confirmación, del Orden. No es tan fácil conservar siempre
su perfume. Guardamos nuestro perfume en un frasco perfecto. No queremos que se nos rompa la vida. La conservamos con esmero. Que no se desgaste el frasco. Que no se pierda el amor. Por si nos quedamos sin él para cuando nos haga falta. Damos sin romper, sin rompernos. Rompernos en mil pedazos nos parece excesivo. Mejor estar enteros. Pero, no lo estamos, nunca estamos enteros. En realidad estamos bastante rotos. El frasco está roto y va perdiendo amor. Lo vamos malgastando, ahora sí, en cosas sin importancia. Vamos  derramando un olor que el mundo no percibe. Y lo dejamos en cosas y bienes que nos atan y esclavizan. Allí donde el amor no es verdadero. Sino sólo un apego desordenado. Pero sólo cuando Cristo rompe el frasco logra sacar lo mejor de nuestro corazón. Logra extraer el perfume. Así logramos que nuestra vida huela a Cristo. Porque el amor de Cristo huele en nosotros cuando lleva-mos su amor muy dentro. Es el perfume de nardos derramado. ¿Huele a nardos nuestra vida? Cuando amamos, olemos bien. Y casi no nos damos cuenta. Es una luz que brilla en nuestro interior. Y se ve desde lejos. Nosotros no nos damos cuenta. No olemos el perfume porque estamos acostumbrados a su fragancia. Cuando nos guardamos, cuando no nos rompemos, el perfume no llega a nadie. No huelen nuestro buen olor. Tenemos miedo al rechazo y al juicio. Nos importa mucho el juicio de los hombres. Por eso no amamos, porque tememos no ser correspondidos, porque nos da miedo recibir menos a cambio. El amor de María, sin embargo, no tiene medida. El nuestro se da poco a poco, por miedo, por prudencia, por vergüenza.

Muchas veces nuestras heridas apestan, no huelen a nardos. Porque en ellas no hemos dejado que entre Dios, no está su presencia. Por eso destilan amargura y rencor, desprecio y una insana autocompasión. No aceptamos tener heridas, ni grietas en nuestro frasco. Queremos ser perfectos y fuertes, como una roca, dignos de ser admirados. Por eso acabamos alejando de nosotros a los que queremos cerca, alejamos a los que se acercan a nosotros queriendo recibir vida y amor de nosotros, como en Betania. Nuestra aparente
perfección, fría y lejana, los aleja. Nuestras heridas nos dan miedo y así las escondemos, para no asustar a los que llegan a ellas, para que no las vean. ¿Cómo serían las heridas de María a los pies de Jesús? ¿Nos atrevemos a tocar las heridas abiertas de Jesús? El frasco de perfume de nardos era grande y caro. El amor no se entrega en frascos pequeños. Es el perfume de un frasco muy grande. Tal vez era mucho, excesivo, como mucho era su amor. Ella había sido profundamente amada y perdonada. Por eso su amor era tan grande. Judas, sin embargo, se creía justo. Estaba vacío de amor y se escandaliza ante tanto derroche. Tal vez entiende que es demasiado caro el perfume para derra-marlo de esa manera, habiendo tantos pobres. Tal vez tampoco le interesaban los pobres. Sólo que hacer lo que hacía era como tirar el dinero para nada.  Malgastar algo significa que lo utilizamos en algo y en alguien que no vale tanto para nosotros. Para Judas, estaba claro, Cristo no valía tanto. El perfume del
amor se lo entregamos a aquellos que en nuestra vida tienen un gran valor. El
valor de las personas no se mide por dinero. Se mide por el tiempo que le damos, por el amor que derramamos a sus pies, por el cariño que expresamos. Se mide por las palabras que les entregamos. Por la admiración que destilan nuestros gestos. Como el perfume de nardos derramado en los pies. Un amor que se evapora e impregna toda nuestra vida. Sin amor olemos mal. Porque sólo huelen nuestras heridas.

Queremos mirar a Cristo esta cuaresma. Seguir sus pasos desde lejos. Mi- ramos sus pies descalzos. Sus pies gastados y sucios. Queremos limpiarle con nuestro amor. Queremos arrodillarnos a sus pies como María en Betania. Nos descalzamos también nosotros. Rompemos algo nuestra vida. La rompemos de golpe. Siempre me impresiona el momento en la eucaristía en el que parto el pan, parto a Cristo, me parto. Es el momento en el que duele el alma por den-tro. Algo se rompe en las entrañas. Cristo, el frasco, el alma. Y el amor se derrama en el cáliz. La sangre de Cristo que es su amor crucificado. Me siento indigno al pensar en ese amor sin medida. Cuando el nuestro tiene las medidas muy claras. Todo está  limitado. Para no dar demasiado, para no rompernos del todo. Porque no hay que exagerar tanto. Al fin y al cabo, un frasco roto no sirve para nada. Tal vez por eso merezca la pena romperse. Porque así sólo vale-mos para Dios, aunque no valgamos para el mundo.

4. «Allí alzó las manos y los bendijo»

«Después Jesús los llevó hasta Betania; allí alzó las manos y los bendijo. Sucedió que, mientras los bendecía, se alejó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, entonces, lo adoraron y luego regresaron a Jerusalén con gran alegría. Y estaban continuamente en el templo, alabando a Dios». (Lc 24:50-53)

En Betania, junto a Betania, cerca del hogar de Cristo en la tierra, se aleja de aquellos a los que ama. Allí donde los hombres decidieron matar a Jesús. Allí donde muchos vieron el amor humano del Maestro. Allí donde fue real su entrega cotidiana. Desde allí subió a los cielos para recordarnos que la eter-nidad es nuestra Betania definitiva. Amó en Betania, amó a los suyos, amó esos rostros que ahora podía bendecir mientras se alejaba. Es bonito pensar que subió a los cielos desde Betania. Tal vez para recordarnos que nuestra vida tiene que ser como Betania, un hogar, una familia, un amor derramado sin escatimar ni el tiempo, ni el dinero, sin egoísmos y sin barreras. La Iglesia está llamada a ser Betania. Hogar en el que Cristo se hace carne y acoge a todos. Allí donde todos encuentran su espacio. Allí donde todos pueden servir, llorar y reír y sentarse en silencio a los pies del Maestro. Cuando nuestra vida no es lugar y espacio de acogida es que nos falta algo, falta el perfume de nardos, falta Cristo, falta María. Desde Betania vemos que se va a los cielos y se que-da, al mismo tiempo, como tantas otras veces, en Betania. Betania significa casa de higos. Jesús maldice aquella higuera que, con hoja, sin embargo no le da higos. Mientras tanto, Betania sí da fruto. La higuera da higos cuando hay amor y paz. Sin ese espacio de amor, no puede haber frutos. El amor siempre es fecundo. La vida sin amor es estéril.

5. En camino con María, nuestra Madre

No quería acabar esta meditación sin detenerme en María. Ella está oculta
en el camino al Calvario. Oculta en el silencio, presente en su amor crucificado. Sufre acompañando. Sufre sosteniendo a Jesús con la mirada, con su aliento, con su esperanza. Ella cree porque ama y es amada. María pertenece a Betania. No se puede entender Betania sin la presencia de María. Para Jesús no sería lo mismo sin su Madre. Ella estaría allí, sirviendo junto a Marta, callada a los pies de Jesús como María. Ella es Betania, porque en Ella todos descan-samos. María, en el silencio, también nos acompaña a nosotros. Nos sostiene, nos levanta cuando la cruz es demasiado pesada. Nos enseña a mirar el dolor cara a cara, sin paños caliente, sin miedo, aunque las lágrimas expresen el dolor del alma. María no deja de abrazarnos heridos. Nos regala su amor que tiene la misma fragancia que el de Cristo. Es el olor a nardos que inunda nuestra vida cuando nos hacemos hijos y confiamos.



 Homilia del Padre Carlos Padilla Esteban, sacerdote que pertenece al Instituto Secular Padres de Schoenstatt, nació el 2 de Mayo de 1966 en Madrid. Fue ordenado sacerdote el 17 de Abril de 1999 en Madrid. Es licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid y Bachiller en Teología por la Universidad Católica de Chile. Durante 7 años fue asesor de la Juventud Masculina del Movimiento de Schoenstatt en Madrid y en Barcelona. En estos momentos, y desde hace 4 años, es asesor de la Liga apostólica de Matrimonios de Madrid y Cataluña. Por otra parte, es Director Nacional del Movimiento en España y asistente de la Federación de Matrimonios en España
Para pedir las prédicas vía mail 

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...