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viernes, 22 de abril de 2011

EL SANTO TRIDUO PASCUAL. Parte 1.

«Es preciso que observemos no sólo el día de la pasión, sino también el de la resurrección. En esto consiste el Triduo sacro, en el que Cristo padece, reposa en el sepulcro y resucita»
(SAN AMBROSIO, Ep. 23,12-13)

LLEGAMOS A LOS DÍAS MÁS IMPORTANTES DEL AÑO LITÚRGICO, LOS QUE NOS TRAEN EL RECUERDO DEL MISTERIO PASCUAL DE LA BIENAVENTURADA PASIÓN, MUERTE Y RESURRECCIÓN DE CRISTO.
Por este misterio, «con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida» (pref pasc. I).
Estos días son considerados justamente como la culminación de todo el año dedicado a conmemorar y a actualizar la obra de la redención de los hombres y de la perfecta glorificación de Dios.
La preeminencia que el domingo tiene en la semana, la tiene el santo Triduo pascual en el año litúrgico (cf. NUALC 18).
 Al iniciar el estudio y la reflexión sobre la liturgia del Triduo pascual, recordamos  el puesto central que ocupa el misterio pascual en la celebración de los acontecimientos de la vida histórica de Jesús en el curso del año Litúrgico. Recordamos del paso de la antigua Pascua a la nueva, recogiendo algunos testimonios, los más remotos que poseemos, acerca de la celebración pascual de los primeros siglos de la era cristiana. Sin duda que los datos más interesantes son los que hacen referencia ala famosa controversia del Siglo II.
Al hablar de la historia del Triduo pascual, debemos partir de esa época, de la que sabemos con certeza que hay ya un día que tiene el carácter de celebración anual de la Pascua del Señor.

HISTORIA DEL TRIDUO PASCUAL


En efecto, el ayuno anual, que terminaba el día de Pascua, es el primer indicio germinal de lo que desde el siglo IV aparece ya como un triduo dedicado a celebrar el paso de Cristo de este mundo al Padre.
No sabemos cuánto duraba este ayuno en el siglo II, cuando tuvo lugar la controversia entre las comunidades judiocristianas y las occidentales. En el siglo III, la Tradición apostólica, de Hipólito, menciona el ayuno del viernes y del sábado, que acaba con la eucaristía de la vigilia pascual.
Otros testimonios, como la Didascalia de los apóstoles, extienden el ayuno a toda la semana, pero concediendo una significación especial a los tres últimos días.
El desarrollo de la celebración anual de la Pascua se produce a partir de la vigilia pascual. Por Tertuliano y por la Tradición apostólica nos enteramos de que en la citada vigilia se administraba el bautismo antes de pasar al banquete eucarístico.
La práctica seguramente es aún más antigua.
La vigilia comprendía varias lecturas, y es de suponer que entre ellas se contarían los relatos de la creación, del sacrificio de Abrahán y del paso del mar Rojo, ya que estos conocidos pasajes del Antiguo Testamento se encuentran presentes en todas las series que han llegado hasta nosotros procedentes de los sistemas de lecturas de las más antiguas liturgias.
Es posible que la alusión de Jesús a los tres días en que Jonás estuvo en el vientre del pez (cf. Mt 12,40) y la indicación de que el templo destruido sería levantado al tercer día (cf. Jn 2,19; Mt 26,61) contribuyeran a configurar la celebración del Triduo pascual en los primeros tiempos. Pero parece más probable que influyera aún más el deseo de celebrar sucesivamente los diversos momentos del misterio pascual siguiendo la narración evangélica.
De hecho, San Ambrosio en Milán y San Agustín en el norte de África coinciden al mencionar, naturalmente por separado, el «SAGRADO TRIDUO DE CRISTO CRUCIFICADO, SEPULTADO Y RESUCITADO» (SAN AGUSTÍN, Ep. 54,14: PL 38,215; SAN AMBROSIO, Ep. 23,12-13: PL 16,1030).
No debe extrañarnos que en Palestina, adonde llega la peregrina Egeria en la segunda mitad del siglo rv, los cristianos recorriesen los lugares señalados por la tradición como los que fueron escenario de los acontecimientos de la vida de Jesús con los Evangelios en la mano, tratando de evocar los hechos y las palabras del Salvador. Este afán de reproducir la historia, creando así un soporte psicosociológico más realista, está en el origen de la gran mayoría de las fiestas del año litúrgico.
La liturgia de Jerusalén jugó un papel decisivo en la organización de las celebraciones del Triduo pascual.
Los capítulos 35 y 36 del Diario de viaje de Egeria (año 380) describen minuciosamente todas las celebraciones que tenían lugar durante los tres días de la pasión, muerte y resurrección del Señor.
La comunidad, con su obispo al frente, recorría los principales puntos donde se desarrollaron los hechos: la basílica del Martirio, edificada junto al lugar de la cruz; la Anástasis, que contenía el Santo Sepulcro; la gruta llamada Eleona, donde Jesús enseñaba a los apóstoles en el monte de los Olivos; Getsemaní y el lnbomon, lugar de la ascensión. El cenáculo, llamado Sión, no se menciona hasta el domingo de Resurrección por la tarde, cuando se evoca la aparición de Jesús a los discípulos reunidos.
Las celebraciones consistían, fundamentalmente, en lecturas y canto de salmos, de los que Egeria toma nota.
El Viernes Santo se hace la adoración de la cruz y se lee la narración de la pasión. En la vigilia pascual se administra el bautismo y el obispo presidía la eucaristía.
Poco a poco, las liturgias occidentales imitan el desarrollo de las celebraciones de Jerusalén.
La adoración de la cruz, la lectura de la pasión, el lavatorio de los pies -que aparece también en Jerusalén a mediados del siglo v- e incluso la procesión de los ramos, a la que ya hemos aludido, son imitados por todas las Iglesias.
A lo largo de la Edad Media se introducen una serie de ritos de los que es muy difícil determinar su origen exacto: la bendición del cirio pascual, la bendición del fuego, la entronización de la cruz con la aclamación «Mirad el árbol de la cruz», la solemne traslación de la reserva eucarística, el despojo de los altares, etc.
El Triduo pascual de la liturgia romana queda definitivamente estructurado hacia el siglo X, incluyendo la anticipación de la hora de la vigilia pascual, que en esta época ya se había adelantado a la hora sexta (a las doce de nuestro reloj). Otro tanto había ocurrido con las celebraciones del Jueves y del Viernes Santos, que llegaron a ser por la mañana.
Cuando en 1951 el papa Pío XII inicia la reforma de la Semana Santa por la vigilia pascual, la primera medida consistió en hacerla volver a su hora natural nocturna. Y así ocurrirá en 1956 respecto de la misa vespertina de la cena del Señor y de la acción litúrgica de la pasión, el Jueves y el Viernes Santos, respectivamente. La reforma litúrgica del Vaticano II es también explícita en este punto.

ESTRUCTURA DEL TRIDUO PASCUAL




Las Normas universales sobre el año litúrgico son muy claras al señalar el momento en que comienza el Triduo pascual.
Explícitamente señalan la misa vespertina de la cena del Señor (NUALC 19). De este modo adoptan una solución de equilibrio entre la tradición litúrgica, que solamente considera como días del Triduo pascual al Viernes y Sábado Santos y el domingo de Pascua, y la estimación popular de que goza el Jueves Santo. El pueblo y la piedad no litúrgica hablaban no de Triduo pascual, sino de Triduo sacro, comprendiendo bajo esta última denominación los días del Jueves, Viernes y Sábado Santos.
Sin embargo, el domingo de Resurrección pertenece también al sagrado triduo, «EN EL QUE CRISTO PADECE, REPOSA EN EL SEPULCRO Y RESUCITA» (SAN AMBROSIO.
 Por tanto, de acuerdo con las normas actuales de la liturgia, el Jueves Santo entra en el Triduo pascual desde el atardecer, hora en que ha de celebrarse la misa vespertina de la cena del Señor.
Hasta ese momento, el jueves pertenece todavía a la Cuaresma.
Al Jueves Santo sigue la feria VI de la pasión del Señor, denominación litúrgica del Viernes Santo. Según una tradición antiquísima, la Iglesia no celebra la eucaristía en este día ni en el siguiente.
Tan sólo desde el siglo vil se distribuye la comunión, imitándose una práctica de la liturgia bizantina de dar el pan eucarístico los viernes y otros días en los que no había eucaristía.
¿Por qué no se celebra la santa misa precisamente en el día en que la Iglesia conmemora la pasión y la muerte del Señor?
La respuesta es sencilla, pero no fácilmente comprensible para quien no ha captado las leyes profundas de la liturgia. Por una parte está la tradición antiquísima y unánime de las liturgias que sólo han celebrado la eucaristía en la noche santa de la Pascua -la misa vespertina del Jueves Santo no es tan antigua, aunque fue adquiriendo un relieve extraordinario sobre todo desde el siglo XIII, y por otra parte está la intención de la liturgia de celebrar el misterio pascual no como un aniversario histórico, sino como un memorial sacramental, y no fragmentariamente, sino en la totalidad del misterio.
El Sábado Santo es también un día "alitúrgico", de silencio y de meditación ---en la antigüedad, también de ayuno -, hasta que, llegada la noche, se da principio a la vigilia pascual, verdadero momento culminante del Triduo santo:
«LA VIGILIA PASCUAL, LA NOCHE SANTA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR, ES TENIDA COMO `LA MADRE DE TODAS LAS SANTAS VIGILIAS'» (SAN AGUSTÍN SERM. 219); en ella, la iglesia espera velando la resurrección del señor y la celebra en los sacramentos. por consiguiente, toda la celebración de esta vigilia sagrada debe hacerse de noche, de tal modo que o comience después de iniciada la noche o acabe antes del alba del domingo» (NUALC 21).
La vigilia pascual forma parte del domingo de Pascua de la resurrección del Señor. En dicho día, la Iglesia convoca a los fieles para una doble celebración eucarística: la que tiene lugar en el curso de la vela nocturna y la del día propiamente.
El domingo de Pascua, tercer día del Triduo pascual, inaugura un tiempo de alegría y de fiesta que dura cincuenta días.
Los primeros ocho días de este período, que constituyen la octava de Pascua, forman, con el domingo de Resurrección, un solo e idéntico «día» y se celebran como solemnidad del Señor (cf. NUALC 24).
EL JUEVES SANTO DE LA CENA DEL SEÑOR


La misa vespertina de la cena del Señor tiene, como hemos visto, el carácter de introducción en el Triduo pascual, de entrada en la conmemoración anual de la Pascua.
La rúbrica del Misal destaca la importancia de esta celebración eucarística y pascual, recordando que están prohibidas todas las misas sin pueblo, para que toda la comunidad local con sus sacerdotes y ministros participen en la eucaristía vespertina. En caso de verdadera necesidad, el ordinario del lugar puede permitir la celebración de otra misa para los fieles que de ningún modo puedan tomar parte en la principal.
La Liturgia de las Horas suprime las Vísperas de este día para los que asisten ala misa de la cena del Señor.
El sentido eclesial, eucarístico y sacerdotal, no menos que el pascual, han sido reforzados.
El significado de la celebración está expresamente recogido en la oración colecta:

«Señor Dios nuestro: nos has convocado esta tarde
para celebrar aquella misma memorable cena en que tu
antes de entregarse a la muerte, [Hijo,
confió ala Iglesia el banquete de su amor,
el sacrificio nuevo de la alianza eterna»...

Las lecturas evocan el gesto fundamental de Jesús, que, al instituir la Eucaristía, se entregaba a la muerte por la salvación de los hombres. Con esta entrega, el Señor ha cumplido el ritual de la vieja Pascua judía, instituida por Moisés (Ex 12,1-8.11-14, ofreciendo su cuerpo en lugar del cordero, y su sangre para sellar la nueva y definitiva alianza (1 Cor 11,23-26: 2.) Pero el gesto de Jesús encierra, además, la prueba del infinito amor del que da la vida por los demás: «LOS AMÓ HASTA EL EXTREMO», dice el evangelio (Jn 13,1-15) antes de narrar la gran lección de humildad y servicio que Jesús quiso unir a su memorial: el lavatorio de los pies a los discípulos.
La Iglesia, al recordar ambos gestos, es consciente del mandato del Señor de perpetuar su memoria haciendo presente la oblación sacrificial en la eucaristía, «pues cada vez que celebramos este memorial de la muerte de Cristo se realiza la obra de nuestra redención». La conciencia de estar cumpliendo el mandato de perpetuar el sacrificio de la eterna alianza hace decir al sacerdote en el momento culminante de la plegaria eucarística:
«Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, que te presentamos en el día mismo en que nuestro Señor Jesucristo encomendó a sus discípulos la celebración de los misterios de su cuerpo y de su sangre...
El cual, hoy, la víspera de padecer por nuestra salvación y la de todos los hombres, tomó pan...
El otro gesto de Jesús, que tiene un valor no sacramental, sino de testimonio - «os he dado ejemplo...»-, puede ser recordado de una manera plástica mediante el rito llamado mandato, es decir, el lavatorio de los pies mientras se canta la antífona: «OS DOY EL MANDATO NUEVO: QUE OS AMÉIS MUTUAMENTE COMO YO OS HE AMADO, DICE EL SEÑOR» (Jn 13,34).
El rito trae el recuerdo del otro gran tema del día: el mandamiento de la caridad fraterna. La santa misa concluye con el traslado solemne del Santísimo Sacramento al lugar de la reserva para la comunión del día siguiente.Es el momento de la adoración eucarística, que en este día aparece en dependencia clarísima de la celebración de la misa.


El misal invita a los fieles a que dediquen algún tiempo de la noche a la adoración, según las circunstancias y costumbres de cada lugar, recomendando que después de la medianoche desaparezca la solemnidad.

EL VIERNES SANTO DE LA PASION DEL SEÑOR

La liturgia de este día es austera y sobria, no exenta de majestad.
La celebración del primer día del Triduo pascual se centra en la inmolación del Cordero que quita el pecado y en la señal de su muerte gloriosa: la cruz.
Los fieles que recorran este Triduo santo, después del preludio festivo de la tarde anterior, tienen ocasión de pasar con Cristo, a través del misterio de la pasión, muerte y sepultura, a la luz de la resurrección.
El Oficio de lectura se abre con tres salmos de singular aplicación a Cristo que sufre en la pasión:
el salmo 2, que evoca la conjura de los enemigos (cf. Hech 4,24-30);
el salmo 21, que Jesús recitó en la cruz (cf. Mt 27,39-44), y
el salmo 37, que describe el drama del hombre que sufre mientras sus parientes se quedan a distancia (cf. Le 23,49).
La lectura bíblica (Heb 9,11-28) muestra a Cristo como Pontífice y Mediador de la nueva alianza, entrando en el santuario celeste llevando su propia sangre redentora.
La lectura patrística, de San Juan Crisóstomo, desvela la tipología del cordero pascual y comenta la escena de la lanzada.
Los Laúdes insisten, mediante las antífonas sobre todo, en el valor redentor de la muerte del Señor y en el triunfo de la cruz, aspecto puesto de relieve, sobre todo, por el tercer salmo, el salmo 147.
La lectura breve de esta hora, lo mismo que la de las tres horas intermedias, se toma del cuarto canto del Siervo de Yahveh (Is 53).
Las antífonas de tercia, sexta y nona van desgranando los distintos momentos de la pasión, mientras los salmos (Sal 39; 53 y 87) suenan como la plegaria de Cristo en la cruz ofreciéndose al Padre.
Pero el centro de la liturgia del día lo ocupa la celebración de la Pasión.
La acción litúrgica debe comenzar después del mediodía, hacia las tres de la tarde, á no ser que por razones pastorales se prefiera una hora «más tardía». Los ornamentos sagrados que se usan son de color rojo, el color propio de los mártires en señal de victoria.
Por eso el Viernes Santo no es un día de luto, sino de amorosa contemplación de la muerte del Señor, fuente de nuestra salvación.
La estructura de la celebración es muy simple y muy expresiva:
la liturgia de la Palabra,
la adoración de la cruz y
la comunión.
No hay más rito inicial que la postración, rostro a tierra, del sacerdote y los ministros, y una oración que pide al Señor que se acuerde de su misericordia, «PUES JESUCRISTO INSTITUYÓ EL MISTERIO PASCUAL POR MEDIO DE SU SANGRE EN FAVOR NUESTRO».
Una segunda plegaria, que se puede usar en lugar de la anterior, se inspira en 1 Cor 15,45-49, y pide también que todos podamos alcanzar el fruto de la pasión de Cristo.
La liturgia de la Palabra se abre con el cuarto canto del Siervo de Yahveh (Is 52,13-53,12), lectura profética aplicada a Jesús, que «ENTREGA SU VID COMO EXPIACIÓN», y que contiene una impresionante descripción de la pasión del Señor.
El salmo (Sal 30) tiene como respuesta las palabras de Cristo en la cruz: «PADRE, A TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU» (Le 23,46), que proceden del mismo salmo.
En la segunda lectura, el Siervo aparece como el Sumo Sacerdote que, ofreciéndose a sí mismo como víctima, «SE CONVIRTIÓ EN CAUSA DE SALVACIÓN ETERNA PARA LOS QUE LE OBEDECEN» (Heb4,14-16; 5,7-9).
Finalmente, el evangelio es el relato tradicional DE LA PASIÓN SEGÚN SAN JUAN. La liturgia ha reservado este pasaje conociendo la intencionalidad y el punto de vista del cuarto evangelio.
Para Juan, la cruz es la suprema revelación del amor de Dios y de la completa libertad de Jesús (cl` Jn 3,16; 13,1; 17,1).




Por otra parte, la presencia de María junto a la cruz y la escena de la lanzada, rasgos propios de este relato, tienen un extraordinario valor para la Iglesia, representada en la Madre de Jesús -la mujer de Jn 2,4- y en los símbolos del agua y la sangre que brotan del costado abierto de Cristo.


Después de las lecturas y de la homilía, la liturgia de la Palabra se cierra con la solemne oración universal de los fieles; bellísimo formulario que nos llega, con algunos retoques modernos, desde la liturgia romana del siglo v.

La jerarquía y universalidad de las intenciones resulta sumamente aleccionadora. A continuación tendría que venir el rito de la comunión, pero la acción litúrgica del Viernes Santo quiere concentrar la atención de los fieles no en el sacramento memorial de la pasión del Señor, sino en la señal de la cruz. 

La adoración de la cruz por todo el pueblo va precedida de la ostensión a toda la asamblea:

«MIRAD EL ÁRBOL DE LA CRUZ, DONDE ESTUVO CLAVADA LA SALVACIÓN DEL MUNDO».
Durante la adoración se canta la antífona «TU CRUZ ADORAMOS», de origen griego, y el himno Crux fidelis:
“¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza! Jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto.
¡Dulces clavos!

 ¡Dulce árbol, donde la Vida empieza con un peso tan dulce en su corteza!»
La alusión al árbol del paraíso es clara: el fruto de aquel árbol produjo la muerte, el fruto de la cruz es la Vida misma. Los Improperios, por su parte, evocan el misterio de la glorificación y de la divinidad de Jesús, que muere herido de amor y lleno de ternura hacia su pueblo. 

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